La Ciudad Del Silencio

XVII. Duodécima Guardiana

El sótano de la Casa del Silencio se había transformado en un vórtice de sombras y energía ancestral. Cada pared parecía respirar, cada grieta y rincón vibraba con la memoria de siglos, y un frío que calaba hasta los huesos se enredaba entre raíces y piedras.

Amara estaba de pie frente a la mesa, donde los doce fragmentos de las guardianas reposaban como reliquias vivientes. Cada objeto latía con fuerza propia: medallones, coronillas, collares y escarapelos brillaban y vibraban, irradiando luz y energía tan densas que parecía querer arrancarle el aliento.

Elias, Leonardo e Isabel la rodeaban, sus manos temblorosas, conscientes del eco que rugía en la Casa, buscando devorar la concentración de la duodécima guardiana.

Amara cerró los ojos y respiró hondo, sintiendo cómo la voluntad de cada guardiana se entrelazaba con la suya, cargando la habitación de un peso ancestral. Entonces pronunció las palabras de Elaria, más oscuras y crudas que nunca, dejando que cada sílaba golpeara el sótano como un martillo ritual:

"Oh silencio que respira…
oh eco que no olvida…
Concédeme oír lo que la muerte calla…
Si deseas escuchar, da a la Casa tu nombre…
Ella lo devorará en su carne,
y yo lo guardaré en su memoria…

Habrá una duodécima…
ella oirá donde todas fuimos sordas…
Doce nacerán… doce callarán… solo una romperá el círculo…
Que tu furia se calme en la memoria de quien protege,
que tu hambre se sacie con la sangre de la verdad y el sacrificio…

Que esta piedra beba mi voz, mi dolor y mi amor…
y no permita que el eco se libere…
Eco de los siglos, ruina que respira entre los muros… recibe mi voluntad y mi sacrificio…

No escaparás…
No mientras esta Casa recuerde…
Este fragmento será mi legado,
y solo ella, la duodécima,
podrá liberarlo… o condenarnos a todos…"

El aire se volvió pesado, casi líquido. Los fragmentos comenzaron a flotar ligeramente sobre la mesa, girando y alineándose en un patrón perfecto, mientras el eco de la Casa rugía en un murmullo que se convirtió en un grito interno, intentando dispersar la luz de los fragmentos.

El reloj de la torre resonó: medianoche menos treinta segundos. El corazón de Amara latía al unísono con los fragmentos, con la fuerza de generaciones de guardianas concentrada en sus manos.

Con un último estremecimiento, Amara juntó las palmas sobre los fragmentos, canalizando toda su voluntad, toda su sangre, y todo el dolor y sacrificio acumulado de Elaria y las demás guardianas:

—¡Que el eco se calle! —gritó con voz desgarrada, mientras una luz oscura y luminosa a la vez brotaba de los fragmentos, cubriendo el sótano en un resplandor opresivo y místico.

La Casa tembló. Las sombras se retorcían, los símbolos en las paredes ardían con energía espectral, y el eco rugía, intentando escapar. Pero la voluntad de la duodécima guardiana era más fuerte. Cada fragmento brillaba con la intensidad de la memoria y del sacrificio de todas las mujeres que lo precedieron.

El medallón de Elaria pulsó con fuerza, y Amara sintió que su sangre, su voluntad y su linaje se unían con la Casa, sellando el eco en un acto final de contención. La vibración recorrió cada raíz, cada piedra, cada sombra. El tiempo pareció detenerse por un instante absoluto.

Cuando la medianoche llegó, el sótano quedó en un silencio sepulcral. Las velas parpadearon y luego se apagaron. El eco había sido contenido. El aire volvió a un peso más respirable, y la luz de los fragmentos descendió lentamente hasta reposar de nuevo sobre la mesa, apagando su resplandor pero dejando una sensación de paz tensa y oscura, como si la Casa misma suspirara.

Amara cayó de rodillas, exhausta, con las manos aún temblando sobre la mesa. Elias, Leonardo e Isabel la rodearon, pero todos sabían: la duodécima guardiana había cumplido con su destino, y el ciclo de la Casa del Silencio había encontrado, por fin, un respiro… aunque el precio había sido la sangre, la memoria y la voluntad de generaciones enteras.

Y en lo más profundo del sótano, un susurro tenue parecía repetir, casi como un eco, la última advertencia de Elaria:
“Solo ella podía hacerlo… y solo ella podía soportarlo.”

Cuando el último fragmento del ritual se alineó sobre la mesa, Amara sintió un tirón profundo en su pecho, como si la Casa misma quisiera arrastrarla al núcleo de su memoria y de su tiempo. Cerró los ojos, y de inmediato, las paredes del sótano desaparecieron, reemplazadas por un túnel de sombras y luz, un río espectral de memorias, sangre y sacrificio.

Era un viaje que desafiaba toda lógica: el dolor y la voluntad de cada guardiana recorrían el espacio como corrientes de energía. Amara caminaba entre ellas:

  • Elaria, su abuela, la veía con ojos llenos de advertencia y amor, enseñándole a sostener la carga de la duodécima.

  • Selene y Morgana, las mellizas, mostraban la fuerza de la unión y el sacrificio compartido, cada fragmento de su memoria palpando el eco en la distancia.

  • Melisandre, con su escarapelo azul, irradiaba resistencia, fuerza y concentración pura.

  • Celandine, Valeria, Isolde, Althea, Eveline… cada una le susurraba sus secretos, sus lamentos, su energía condensada en siglos de contención del eco.

Cada recuerdo era un mundo en sí mismo, denso, oscuro, cargado de espíritu y naturaleza, donde el dolor se sentía físico, casi tangible. Amara debía recorrer cada fragmento, tocar cada memoria y absorberla, como si cada una fuera un nodo en un tejido que ella sola podía sostener.



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En el texto hay: paranormal, terror, suspenso

Editado: 10.10.2025

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