Amara despertó con un dolor agudo en la cabeza. La luz era fría, blanca y desprovista de sombras. Parpadeó varias veces y comprendió que no estaba en un tren, ni en Calavéria, ni frente a la Casa del Silencio. Estaba tumbada en una cama blanca, rodeada de paredes acolchadas, con un olor fuerte a desinfectante que le quemaba la nariz.
—Amara… —una voz suave, profesional, la llamó desde la puerta—. Bienvenida de nuevo.
La miró, y por primera vez percibió los muros sin tiempo ni historia, las habitaciones sin secretos ni ecos. Su corazón palpitaba con fuerza, pero ahora no había Casa, ni eco, ni guardianas. Solo ella y la certeza aterradora de que había estado viviendo… dentro de su propia mente.
Se incorporó lentamente y vio a su alrededor: cuadernos con dibujos extraños, fragmentos de rituales, mapas de Calavéria, nombres escritos una y otra vez, todos cuidadosamente construidos por su propia psicosis. La realidad le golpeó como un martillo invisible: cada fragmento de memoria de las guardianas, cada ritual, cada eco ancestral… todo había sido creado por su esquizofrenia y su mente fragmentada.
El psiquiatra entró, con el rostro preocupado pero profesional:
—Has estado construyendo este mundo durante meses, Amara. Cada noche, delirios vívidos, voces que te guiaban, recuerdos de lugares que nunca existieron. La Casa, las guardianas… todo surgió de tu imaginación y de tu necesidad de controlar el miedo y el dolor.
Amara intentó protestar, pero su mente, saturada de recuerdos que jamás fueron reales, se debatía entre aceptar la verdad y aferrarse a la ilusión que había salvado su cordura.
—Todo… todo era un juego de mi mente —susurró, temblando—. Cada sacrificio, cada fragmento, cada eco… —un sollozo ahogado—. Todo lo inventé… para no enfrentar la realidad de mi soledad y mis traumas.
El psiquiatra asintió con tristeza:
—Tu mente es brillante, Amara, pero también peligrosa. Has creado un mundo entero para contener tus miedos y tu dolor. Has usado la memoria, la lógica y la emoción para construir… lo imposible. Y ahora debemos ayudarte a separar la fantasía de la realidad.
Amara cerró los ojos, y por un instante vio la Casa del Silencio, los fragmentos, el eco, Malachai… y supo que aunque todo fuera un producto de su psicosis, esas imágenes y recuerdos habían sido tan reales para ella que la habían marcado de por vida.
En la fría habitación del psiquiátrico, Amara comprendió la verdad más cruel: el horror que había enfrentado nunca existió fuera de su mente, y aún así, cada temor, cada sacrificio y cada memoria falsa le habían enseñado algo sobre sí misma y sobre el precio de la obsesión.
Se recostó, agotada, mientras la luz blanca iluminaba su rostro. Y aunque no había eco, ni Casa, ni guardianas, Amara sintió que el silencio de su mente podía ser igual de aterrador que cualquier sombra real.
Porque algunas veces, querido lector, los verdaderos fantasmas no habitan casas antiguas ni rituales antiguos… sino la mente de quienes los crean.
Amara se recostó en la fría cama blanca del psiquiátrico, pero la luz parecía respirar y moverse a su alrededor, como si las paredes palpitantes de la Casa del Silencio nunca la hubieran abandonado. El eco de voces y fragmentos, guardianas y rituales, llenaba su mente con una claridad dolorosa.
—Todo… todo era un sueño… —susurró, pero su voz resonó con un tono que no le pertenecía, como si alguien más hablara desde dentro de ella.
De repente, la habitación cambió. Las paredes blancas se disolvieron en sombras densas y húmedas. Los pasillos del tren se mezclaron con los corredores de la Casa. Cada objeto del psiquiátrico —la camilla, los utensilios médicos, la puerta cerrada— se transformó en fragmentos del ritual, fragmentos de memoria, fragmentos de guardianas.
Amara intentó gritar, pero su voz se perdió entre un coro de voces familiares y desconocidas, cada una reclamando atención, cada una mezclándose con la suya. Sentía que la psicosis no la había abandonado: la Casa estaba viva en su mente, y ella no podía diferenciar entre lo que había sido real y lo que había inventado.
—No… no puede ser… —murmuró, aterrada, mientras la luz del amanecer se deshacía en un abismo negro—. He… he sellado al eco…
Y entonces lo vio. Un reflejo en el cristal de la ventana del psiquiátrico: Malachai Vitteri, su rostro descompuesto por la sombra, observándola, pero la Casa no estaba allí. Solo estaba ella, sola, y el eco, contenido dentro de su propia mente.
—Siempre he estado contigo —susurró la voz, mezcla de todas las guardianas y del eco, como un tejido de consciencias atrapadas—. Nunca exististe sin mí.
Amara retrocedió, y la cama desapareció bajo sus pies. Caminaba por los pasillos de la Casa que nunca existió, cada fragmento flotando a su alrededor, mientras el reloj del psiquiátrico sonaba como la campana de medianoche. Sus manos se extendieron, tratando de tocar un fragmento, y sintió su propia memoria desgarrarse, su identidad fusionándose con la ilusión que había creado.
—Esto… esto es real… o… —su voz se rompió en un grito que resonó en toda la Casa—. ¿Dónde termina mi mente y empieza la oscuridad?
No hubo respuesta. Solo la certeza de que cada sacrificio, cada fragmento, cada eco que había enfrentado no existía en el mundo exterior, sino atrapado dentro de su psique. La Casa del Silencio respiraba en su cabeza, y el eco, hambriento y paciente, esperaba su próximo pensamiento para devorar y reconstruir todo otra vez.
Amara cerró los ojos y, cuando los abrió, el psiquiátrico estaba quieto. Pero una sombra cruzó el cuarto, imposible, fugaz… como un fragmento de la Casa que había decidido seguir con ella, más allá de la razón.