La clave de Sol

2. A Piacere

 

«Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste?» empezaría diciendo Piazzolla en su Balada para un loco. Un qué se yo, un yo qué sé, un sin sabor repleto de las amarguras del mate y el cantar asmático del bandoneón. No me gustaba dejar de lado ese sin sabor; no me gustaba tener que pasar cuatro meses de mi vida mirando otras caras que las de mi gente, probando esos desayunos cargados de grasas del primer mundo y sabiéndome un comerciante de mi propia cultura que para poder hacerla plata se la tuvo que acomodar al gusto del mejor postor.

La mañana antes de venir a esta tierra de americanos que no saben ni donde empieza ni dónde termina América, me acuerdo como si fuera ayer, salí empilchado de otro tipo, tapándome la cara para que nadie me reconociera, crucé la esquina empedrada de adoquines al estilo francés de quién sabe qué siglo buscando algún ritual que me ayudara a despedirme, y justo cuando creí que lo había conseguido y la nostalgia se iba a volver tolerable, como esperándome a fuerzas del destino, se abrió ante mí la belleza abigarrante de Caminito.

Y que «Desde que se fue, triste vivo yo», loco, «Caminito amigo..., yo también me voy» habría cantado El Zorzal en un mambo parecido al mío.

No me podía ir... no podía, pero debía hacerlo. Se me pasó la hora tirado en el barandal, de cara a las verdes aguas de La Boca, como queriendo volver el tiempo atrás a cuando era un pibe y soñaba con cantar mis tangos a todo el viejo continente, y arrancaba en la filarmónica piantao de emoción, sólo para descubrir que el mundo de la fama le escapa a las nacionalidades y se entreteje formando una madeja entorno a la cultura yankee de Rock and Rolles y barullos baratos, y que mi tango, mi folclore y mis ganas de ser argentino a donde quiera que vaya les parecen boludeces.

Y sí, la gente es así. Qué suerte que conocí a mi agente un día de esos de no me olvides. Las chapas coloridas de Caminito seguían siendo alegres con todo y lluvia, y yo cantaba en bares de por acá en la zona para «rajar los tamangos, buscando ese mango que me hiciera morfar», cuando de la nada, apareció él. Me dijo que tenía futuro, me presentó a los muchachos —que en ese entonces tocaban rock callejero y les hacía falta un vocalista—, me presentó los escenarios, las drogas, las minas, los hoteles caros.

Los doctores caros también aparecieron, y con ellos la insulina y otras drogas que me gustan menos. Me tienen como otario obligándome a tomar esa cosita todos los días para que no me mate la diabetes, porque quieren ver si pueden hacer que mejor me muera estrellándome la cabeza contra un poste en un ataque de sobredosis, lo cual sería más comercial, por supuesto.

Ya no te podés ni morir tranquilo, che.

Ya no podés ni amar tranquilo tampoco. Desde que vinimos a Estados Unidos pensé en conocer a alguien que pudiera pasar un rato hablando de algo más interesante que de mi insípida carrera, pero parece que acá los corazones rotos cotizan más que el dólar y la pimba, y cuando dejo a los muchachos en el hotel para pasar un rato solo, eso es lo único que encuentro: un ejército de corazones rotos que ya no quieren compartir ni siquiera un trago en un bar sin sacar algo que les de alguna ventaja. Al final, si no te quieren por la carrera, no te quieren y listo. «Verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira yira», ¡y qué buena canción!

Los muchachos... Algo me acuerdo de lo que era vivir antes de conocerlos. Algo, muy poco, casi nada. Son unos cracks, unos grosos, una manada de personajes bestias con el corazón en la mano y la música en la piel.

Antes de ellos, eso sí no me lo olvido, la música era un escape; de a ratos necesitaba huirle a la monotonía de mis viejos y a la cara de cuco de mi hermana. Ella nunca me quiso bien, no sé por qué, y eso que nos llevamos años, pero a veces se la da de pendeja, qué se yo. Y yo así la quiero. Pero ya lo dice el tango: «Son todas...», no, en lo que refiere a mi hermana Carola, ni con la música me pondría de acuerdo.

Pero mirá que con la música me cuesta descontentarme. Antes era un escape, ya te dije, ahora, junto a los muchachos, hacer sonar algo bien nuestro es la gloria. Me escapo a veces por las ramas que me da la droga, pero otras veces me escapo tanto que sin querer me pierdo. La droga me lleva, pero la música me trae.

A veces los ires pueden más que los venires, y al final, para no tener que andar perdiendo pastillas y lamentos en el baño del hotel, siempre termino viniendo al departamento de Domingo para hacerle la guerra al ruido de los demonios de este infierno. Por lo menos acá nadie me anda apurando con la insulina.

Llevo mucho tiempo así: hace casi cuatro meses que me vengo acordando de cómo quise despedirme de Caminito cantando el día que salimos de Buenos Aires, y de la nada apareció mi agente para salvarme de una oleada de personas —que apareció de la nada también—, casi todos ellos fanáticos de la banda, pero ninguno era fanático de dejarme tener un momento de intimidad con la ciudad que me vio nacer.

Y mi agente encima vino a rescatarme de un lío sólo para ahogarme en otro peor: «que qué hacías en la calle solo, que cómo se te ocurrió salir a drogarte en frente de todos, y que por qué estaba cantando sin cobrarle a nadie». Ya no podés ni cantar tranquilo tampoco.

 

Acá en Estados Unidos eso cambió: salgo a la calle y le canto a quien yo quiera, y si me dicen algo me puedo esfumar a mi antojo, nadie me persigue. Extraño a mis viejos, sí, y a mi hermana, que son la poca familia que me queda; extraño los colores de Buenos Aires, su gente, sus ritmos de vida tan relajados para lo que son acá, y bueno... Aun así, no extraño el acoso de los que se dicen fans y no me dejan caminar por la calle tranquilo, el acoso de los reporteros, que desde que salí con esa conductora de la televisión no dejan de inventarme parejas con cada sapo de otro pozo que nadé casualmente por el mismo charco, el tener que medirme la glucosa a escondidas para que los reporteros no se enteren de mi enfermedad y no anden hablando pavadas, la crítica y el chisme, y todo... todo.



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En el texto hay: romance, drama, musica y romance

Editado: 26.11.2020

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