La clave de Sol

9. Armadura de clave

 

La cara que puso Sol cuando la fui a buscar de la facultad para ir al ensayo en mi bicicleta modelo prehistórico fue impagable. Alegó que esperaba algo más «moderno» de una estrella de rock, de ser posible un auto, pero a mí siempre me tacharon de fanático de lo viejo. No es que ella fuera una mina pretenciosa, al menos no más de lo habitual; lo que pasa es que el cacharro realmente daba lástima, y encima nos esperaba un sin fin de vistazos de peatones con posibles fotos y especulaciones sobre mi vida de famoso.

—Imagino que con esto ya queda saldado el boleto que te pedí para el concierto, ¿no? Esta es tu venganza —dijo antes de subirse al manubrio.

—¿Una entrada agotada a un concierto multitudinario sólo por un paseo en bici? No jodas, esto es sólo una yapa que me cobro por tardar tanto en llamarme. —Quiso protestar, pero arranqué antes de darle tiempo a eso—. ¡Agárrate con ganas que no tenemos cinturón! —grité al viento sin pensarlo bien. Creo que sonó mal... espero que no me haya escuchado.

El viento arremolinó su pelo haciendo que el aroma a menta de su shampoo me alcanzara a pesar de estar ladeando la cabeza para poder ver el camino. La oí gritar un par de veces porque de chofer ni vivo, ni podría; y aunque al principio rogaba bajarse cada cinco metros, pasado un rato lo asimiló y se fue calmando.

Las callecitas de Buenos Aires son bastante llanas, sin subidas ni pendientes, y aunque de vez en cuando esta regla se rompa, el verdadero problema llegó cuando alcanzamos los empedrados de Microcentro. El camino salpicado de adoquines hacía a la bicicleta vibrar violentamente como una cama de masajes descompuesta de esas que los chinos proponen para relajarte bajo una luz azul en la esquina del Congreso. Ella quería decirme algo, pero retumbábamos tanto que parecía tener hipo.

—¡Ba-ja un po-o-co la ve-elo-ci-dad que es-ta muy p-p-pedre-go-so!

Insistió más de una vez. Yo ni bola. Íbamos a los tumbos, pero en la bicisenda me gusta acelerar, y además ya estábamos cerca. Nos bajamos en la plaza para hacer el último tramo caminando porque ella me juró por todo lo que más quería que si no la dejaba bajar, en vez de insulina me iba a inyectar una de esas cosas para la castración química, y ante la duda mejor no arriesgarme. Tardó un poco en animarse a preguntar:

—Bueno, entonces ¿qué tengo que hacer para que me des ese boleto?

—Depende —respondí haciendo malabares con la bici para no chocar a nadie—, ¿vas a volver a trabajar conmigo o no?

Dudó un rato, tiempo en el cual empezaba frases que luego dejaba a la mitad hasta que su voz cobró un poco de seguridad y me dijo:

—No me parece que sea lo mejor para mí. La verdad no sé si pueda hacerlo, no es por ti vale; es que necesitas una ayuda especializada.

—Ah... —Le devolví sus silencios multiplicados por la tensión que se acababa de generar entre mis cejas para hacerle saber que esa no era la respuesta que esperaba, y estoy seguro de que lo notó porque me miró más de una vez como esperando alguna acotación—, entonces no te voy a cobrar nada. Es tuyo y listo.

Se sobresaltó.

—¿De verdad?

—Posta.

—Posta... —Caminamos un ratito más rodeados de un clima incómodo hasta estar a una cuadra del edificio donde planeábamos hacer el ensayo antes de que inquiriera—. ¿Y si te hubiera dicho que sí?

—Entonces te habría pedido que revisaras el contrato que estuve formulando, me devolvieras las correcciones que te parecieran más necesarias antes del jueves, y el lunes viajaras con nosotros a una pequeña gira de dos semanas con el grupo. Necesito un médico conmigo.

—¡Oye, pero si hay mucha diferencia entre si decía que sí o que no! ¿Por qué no me estás pidiendo nada?

—Porque a vos no te interesa ayudarme. No puedo pedirte cosas si no tenés interés.

Hay algo curioso con Sol, algo que ella misma se había animado a contarme una vez en medio de su última rabieta: a ella le cuesta no darlo todo por los demás. Necesita pensar más en sí misma, y si la obligaba a viajar conmigo podría decir que sí, sin ser su voluntad con tal de darle una mano a la pibita esa que quería ir al recital. Y yo no soy tan aprovechado como para prenderme de esa ventaja para conseguir que hiciera lo que quiero.

—Gracias —dijo frente a la puerta de la sala de ensayo.

—Si esa es tu manera de decir adiós para siempre, está bien, pero es un poco brusco. Por ahí podrías pasar un ratito a ver el ensayo mientras llega tu taxi. Déjame pagártelo por haberte bancado el paseo en bicicleta, así volvés sana y tranquila. No quiero que te pase lo de la última vez.

—¿Qué, de repente te importa lo que me pase?

Me hundí de hombros como respuesta.

—Siempre me importó, pero soy un colgado y no me di cuenta que debía cuidarte más. Toda la gente que trabaja conmigo es importante para mí.

—Para que lo sepas, sí que puedo cuidarme sola; pero siempre he creído que existen muchas formas de cuidar a los que te importan, aun cuando ellos no quieran que sea así.

La perdí por segundos en un torbellino de recuerdos, la miré hasta que hizo un gesto raro con la cara y luego entramos al ensayo. No me dejó pedirle un taxi, dijo que se iría después en colectivo pero que por ahora nada la apuraba. La vi saludar efusivamente a René y los chicos le hicieron fiesta al verla llegar. Comprendí que cuando no estaba en plan pesada, toda ella era una contagiosa fiesta.



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En el texto hay: romance, drama, musica y romance

Editado: 26.11.2020

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