Pretendo alejarme de ella, pero mi mente insiste en pensarla.
Me escondo entre mis sueños, refugios del recuerdo,
más en medio de una calle la veo acercarse:
trajecito de princesa, corrido el maquillaje.
Me robás un beso y mis ojos buscan el piso...
Contame una cosa, bonita: ¿quién te dio permiso?
Nunca ofrecí resistencia, y desespero al notar que estaba dormido.
Contame una cosa, solcito, ¿quién nos dio permiso?
Como si no alcanzaran mis rechazos, visitás aquel espacio
sin pared que me resguarde,
y aunque sé que es utopía, que a tu vida llegué algo tarde,
mis instintos me delatan: yo te sigo pensando.
Juguemos a las escondidas, a querernos en silencio,
a regalar, como quien no quiere la cosa, miraditas de deseo.
Ya sé que no es cierto, pero cuando la fantasía le gana al miedo
mil puertas se abren y mi moral no sabe hacer frente
a tus sonrisas, a tus gestos...
«Basta, Tahiel, eso ni siquiera entra en la métrica de la canción. Creo que son demasiadas cosas para decirlas todas juntas. Aunque como poema no suena mal; ¡pero yo no soy poeta, soy músico! Me estoy quemando la cabeza, creo que son demasiadas cosas como para sentirlas todas juntas.»
Cierro el cuaderno, miro a los chicos a mi lado y me percato que duermen en la camioneta, rumbo al hotel. Las nevadas que azotan a Río Negro en esta época del año nos tienen vagabundos, como una semilla llevada por el viento, o quizás como esas arañas que sueltan tela para que la brisa se las lleve, sin miedo a confundirla con un peligroso vendaval.
El invierno vuelve a Bariloche un punto turístico de peso dentro de los paisajes argentinos, y esto se potencia gracias a su arquitectura de inspiración alpina, como si un pedacito de Suiza se hubiera arrancado hasta esta parte del continente, lo cual nos facilita llegar a un público más variado; por eso estamos acá.
La puerta del rodado se abre deslizándose a un lado y Méndez apura a los muchachos a despertarse y llevar las cosas a nuestra suite antes de que los fans se aviven de nuestra presencia. Los miro trabajar, pero no me dan ganas de darles una mano y me levanto directo a mi habitación personal. Pedí una aparte porque las estupideces de René y Fabián me resultaban cada vez más insoportables, tenían que ser hermanos. Dos semanas compartiendo con estos infantiles eran demasiado.
Curiosamente me estaba llevando mejor con Milán que gustaba de hablar poco, aunque me rompía las pelotas cada vez que no quería poner el hombro para ayudarles, como ahora, pero a la larga se acostumbró a cerrar la boca o verme la espalda cruzando la puerta si se le ocurría empezar a parlotear. Mis portazos se volvieron una constante.
Desde que dejé de empastillarme los chicos habían estado más molestos que nunca: sus chistes no me hacían gracia; sus preocupaciones me parecían una idiotez, y si eran por mí acababan por estresarme más rápido que si arañaran un pizarrón a mi lado por horas. Sol era la más amable, pero ella qué sabe, si en su vida pasó abstinencias. Necesidades sí, dolores también, pero esto era diferente: inconformidad en todo lugar, en todo momento; sensación de querer salir de donde quiera que estés, de dejar de hablar con alguien que sonríe como si la estuviera pasando bien mientras que vos... Si tan sólo pudiera soltar un cacho de tela por el culo y dejar que el viento me lleve.
Suena bien la vida de las arañas.
Porque yo también podía volar; podía abstraerme de la tierra y de toda esta mierda que nos rodea hasta volverla más entretenida, menos indigestible. Y esa sensación de no querer estar acá, de pretender algo ficticio que sin embargo se volviera más real que el mundo, pero sólo dentro de mí. Yo quería eso, la rebeldía de rechazar el mundo por una realidad menos patética y apática.
Una vez dentro de mi pieza saco la guitarra de su funda y al deslizar mis dedos sobre sus trastes la experiencia me resulta difícil, forzosa e incómoda, pero luego la música toma forma y poco a poco me voy anonadando en ella. Un golpeteo de Méndez en la puerta llaveada exige mi presencia, más en lugar de hacerle caso uso el ritmo de sus percusiones para componer en solitario, tal como a mí me gusta. Sus quejas y golpeteos cesan, mis acordes no. Vuela la música y yo la acompaño, despegándome de la tierra, de sus inclemencias, de la realidad, de su apatía y me siento en paz de nuevo. La música es mi nueva droga.
—Tahiel, ¿será que podemos hablar? —irrumpe la voz de Sol del otro lado de la puerta. Si será malévolo ese Méndez, mirá que llamarla a ella porque sabe que a él no le pienso dar bola.
Abro la puerta a los resongones y la veo abrigada como si hicieran veinte grados menos provocando que ría con sinceridad por primera vez en un buen tiempo.
—¿Acaso tengo cara de payaso o qué? —cuestiona la colombiana repentinamente ofendida—. Olvidaste tus maletas en la buseta.