Las cosas estaban raras, ¿viste? Era como vivir conmigo mismo imaginándome ser otra persona; porque el que siempre había sido era el hijo de mis propios abuelos, el que era ahora era un bicho raro, algo diferente, algo que todo el mundo creía una cosa, pero era otra, y se asumía a sí mismo a partir de la imagen que los demás esperaban que fuera. Un poquito como cada artista, ¿no?
Además estaba lo de Sol: Soledad desde ahora no iba a ser más mi doctora. Necesitaba un médico nuevo, necesitaba acomodar nuestras vidas y empezar a vivirla a ella como se vive a una novia, y no tenía gran experiencia en eso. Se dice que es más o menos como amar a una persona sin ataduras, algo un poco nuevo para mí que viví atado a relaciones de dependencias durante años.
Esto, después de todo, es nuevo también para ella, porque las veces que se ató a alguien también hubo una sensación hiriente de dependencia, de lazos rotos, de que las otras personas terminaran pidiéndole perdón y ella tuviera que sostener, guiar, curar.
Y la libertad no es posible entre tantas dependencias, la libertad es eso de poder cometer mutuamente los mismos aciertos y errores. Si toda la vida la gente tuvo que pedirle perdón a mi Solcito, no fue sólo porque ella es muy cuidadosa para con los sentimientos ajenos, sino porque nunca tuvo la libertad de estar con una persona con el pleno egoísmo de buscar su propia felicidad. Macarena, Mads, esa familia con la cual no tiene ni la confianza de contarles de su rompimiento con un novio infiel… tantos vínculos dañinos acompañados de una obligación.
Sol amó sin libertad, amó como pudo; amó como yo.
—Decile a tu enfermerita que si necesita empezar a trabajar en algún hospital, yo tengo un conocido que es doctor y es groso —dijo René en medio de una partida de ping pong en la cual venía ganando—, seguro le puede encontrar un espacio.
—¿Y se puede saber de dónde conoces vos a un médico?
Frenó en seco perdiendo sin afligirse por regalarme el punto, confiada, quizás, en venir tan arriba que ya prácticamente tenía la partida ganada.
—¿Qué pasa, Gorrión, te pensás que voy a andar con uno de esos doctores raros que venden píldoras ilegales?
—No… bueno, no sé; pero Sol, que es médica y no enfermera, todavía no tiene validado el título en este país, así que no creo que la dejen ejercer. Gracias por la oferta.
—En una clínica privada dejan a cualquiera, vos preguntale y no te hagas drama. No lo conozco a él, conozco al hijo que es mi mecánico.
—¡Fua!, ¿tan buen trato ibas a tener con tu mecánico que hasta te cuenta de la familia y le podés pedir favores?
—Es que… es mecánico.
—¿Y?
—Me embadurnó en aceite.
Su novio y su hermano, que miraban el juego a un costado, protestaron. ¡Esta piba no tiene filtro!
—Para qué pregunté.
Sol estaba por alquilar en una pensión universitaria cerca de la facultad. Quizás con un buen trabajo pudiera buscar un lugar mejor y podríamos… bueno, había pensado más de una vez que sería lindo ir a vivir con ella; pero ese paso seguía siendo tremendo y completamente innecesario para nuestra relación. Aunque llevábamos rato viviendo juntos, en mi departamento, eso fue sin ser pareja y Domingo también estuvo todo el tiempo presente.
Tanto ella, como yo, podíamos estar bien cada uno por su parte, en nuestro propio hogar y valiéndonos de nuestros propios trabajos. Creo que de otra manera estaríamos acelerándonos demasiado, por eso le ofrecí pasar los fines de semana juntos y que tuviera todo el espacio que necesite para estudiar en su propio departamento durante la semana.
La idea de René de ayudarla a conseguir un buen laburo me pareció excelente, pero estábamos tan ajetreado pensando una pronta exposición que realizaría en la feria del libro, donde se me invitó a compartir poesía musicalizándola junto a la banda, que se me dificultó poner el tema sobre la mesa. Eso debería esperar.
—¡Sí! —gritó René eufórica tras destronarme en la final de ping pong—. Yo gano, y ya saben lo que eso significa —Los muchachos aplaudieron en tanto yo me quejaba mascullando improperios—: voy a leer la poesía que me gusta.
—Bueno, pero que no haya niños presentes, si no quedamos mal.
—¡Sh! Los perdedores no eligen.
Qué pedazo de frase acababa de tirar, y qué mal momento para escucharla: esta vez a mí me tocó perder.
El evento en la feria del libro no era grande; era enorme. Un laberinto de estantes de mil colores, libros temáticas de todos los géneros jamás escritos, prácticamente un oleaje interminable de almas humanas transitando pasillos, frenando a mirar títulos, comparando ideas, comprando, escuchando charlas, realizando actividades, sacando fotos o, por qué no, prestos a escuchar música; y ahí es donde yo entraba.
Nos llevaron a una sala armada con sólo tres paredes donde nos situaron junto a los autores a interpretar sus poemas acompañándolos con nuestra musicalización. Habíamos podido elegir de entre las poesías leídas aquellas que más nos gustaron y teníamos oportunidad de recitar tres cada uno por show. Algo humilde, aunque bastante elegante.