CAPÍTULO PRIMERO: FLASHBACK
Episodio 1: Colmena
Había algo que realmente no se podía entender. Durante las épocas estivales, era usual que al escasear los recursos acuíferos recopilados desde el terreno y el número de encargados de recolección de polen llegaban a la colmena rebosantes y repletos, se establecieran regímenes de ventilación al interior, en los pasillos de la colmena, posicionados estratégicamente para combatir el abrasador calor de esas temporadas. Sin embargo, ahora, todo parecía ser diferente: el calor se acopiaba en exceso al interior de los angostos pasillos de la colmena, los muros que delimitaban los grandes contenedores de miel y propóleos, que usualmente la acumulaban allí hacía ya varios ciclos de floración[1], comenzaban a escasear y se podía ver una baja considerable en las reservas de este precioso producto. Los recursos acuíferos habían descendido también, y las reservas de agua estaban por debajo de las marcas más inferiores de los estanques en casi todos los depósitos.
Todos parecían saberlo. Los miles de zánganos; desde el depósito uno hasta el depósito final, los recolectores, los cuidadores reales y todos los demás funcionarios de la colmena miraban hacia todos lados como absortos y buscando al responsable de esta situación. Con miradas perdidas, con ojos buscadores e inquisidores, con oídos atentos y con antenas vigilantes.
Pero la verdad es que el responsable de este desorden no era un grupo selecto de abejas, ni tampoco una abeja en particular. No lo sabían aún, pero la verdad es que esta situación inusual era causada por la ausencia de una Gran Abeja, y no otra cosa.
Había comenzado a reinar un cierto descontrol que era visible desde hacía algún tiempo, en muchos de los procesos integrales y más básicos de la colmena y que los más viejos habían notado ya desde sus inicios. El control de las funciones interiores de la colmena, desde la periodicidad en los turnos de ventilación hasta la coordinación de las expediciones recolectoras de los recursos más importantes e imprescindibles, debían nacer de un régimen matriarcal central, de la máter[2], quien; como de costumbre, organizaba todo con gran magnificencia.
A causa de esta situación, se vivía y se respiraba cierto temor a lo largo de los pasillos de la colmena, se divisaba una incipiente inquietud generalizada, de muchos obreros y zánganos, realizando sus labores en un orden extrañamente caótico, donde parecía ahora reinar la indiferencia y el trabajo nervioso. Los grupos de los encargados de la ventilación, posicionados en lugares estratégicos de la colmena, parecían batir sus alas a un ritmo decreciente, parecían tomar más descansos de lo habitual o permitido, y parecían con menos ganas de trabajar, como si supieran algo especial o como si estuvieran al tanto que algo no andaba del todo bien en el corazón mismo de la colmena.
Los depósitos donde se acopiaban grandes cantidades de miel y propóleos estaban cayendo por debajo de las marcas críticas, asunto que resultaba evidente para quienes desempeñaban sus labores allí cerca. Los obreros y obreras en aquel lugar luchaban por reunir más miel, y cuidaban celosamente las cantidades que quedaban, pero lo poco que era traído desde el exterior llegaba a un ritmo mucho menor que el de ciclos pasados, y muchos de los obreros gastaban parte de su tiempo muerto reorganizando algunos contenedores menores parcialmente vacíos o inventariando los ya existentes, hasta la llegada de nuevos cargamentos que eran anunciados, con exaltación, al depósito correspondiente.
Miles de pasos y sonidos recorrían diariamente los pasillos de la colmena, y el ruido caótico; a ratos, se sincronizaba con el andar de las grandes huestes del ejército de la colmena, que la mayor parte del tiempo buscaban intimidar a los suyos, con el afán de mantener el orden de la colmena.
En la sala, el comandante estaba sentado en su escritorio. Dos guardias custodiaban la puerta de entrada y un tercer guardia estaba de pie frente al escritorio del comandante.
—Señor, no ha sido posible hallarla. En ninguna parte. En ningún rincón de la colmena —dijo el portador de la noticia.
—¿Y en su jardín personal?, ¿Y en su despacho floreado? —preguntó el comandante, algo preocupado, con una ceja medio levantada.
—Señor, La Reina no está ni aquí, ni allá —respondió el guardia.
—¿Han buscado bien?, ¿Han buscado en el pasillo?, ¿Han buscado en el Depósito Real?
—Señor comandante, hemos averiguado incluso con los melipones guardianes de la corte, los guardias de la entrada principal y los guardias a cargo de las Oficinas Reales. Nadie la ha visto. Incluso ellos, que tienen orden de no hablar, lo han hecho…, por la causa.
—¿Y la joven?… ¿Ella sabe algo?… ¿Le han preguntado?
—Señor, tampoco hemos podido hallarla —agregó balbuceando, sin romper su posición militar rígida, y esperando un ataque airado del comandante.
En sólo un instante, el jefe militar se puso de pie, volteó su cabeza hacia el guardia y dio tres pasos firmes sin quitarle la vista de encima. Se acercó un paso más y clavó sus enormes ojos sobre el subordinado, que frente al enorme comandante se veía pequeño como un infante.
—¿Me está tirando de las alas[3], soldado? —le dijo, molesto, el comandante.