El viejo Korhonen, se despertó con el canto de su reloj alarma que habitualmente se encontraba al lado de su cama sobre una pequeña y sencilla mesita de noche. Su mano salió disparada hacia la izquierda y golpeó el diminuto reloj de metal que hacía un ruido inversamente proporcional al de su tamaño. El aparato calló con un sonido amortiguado debido al suelo alfombrado de la habitación.
Ese era, al parecer, uno de los pocos días en los que, el anciano, contemplaba seriamente quedarse en cama. Sentía la nariz tapada y por un momento percibió un leve cosquilleo que lo hizo estornudar: una...dos...tres... y cuatro veces.
Girasoles.
Le había dicho a Agnes que esa inmundicia de flores le daban alergia. Una persona claramente incompetente que no era capaz de recordar tan sutil detalle.
Intentó ignorar la picazón en la nariz, mientras se levantaba de su lecho con un esfuerzo mayor al del día anterior, moviendo a un lado las sábanas y colchas que lo cubrían.
Al hacerlo, percibió un delicado hilo de frío que venía por detrás de él. Seguramente las ventanas estaban mínimamente abiertas, dejando la habitación demasiado cerrada y con muy poco oxígeno para permitir circular. Una táctica perfecta, imaginó, para matarlo durante la noche: efectiva y sencilla. Ni siquiera se necesitaba el labor de nadie durante el acto de atentado.
La mujer incompetente debe de estar muy desesperada por recibir el dinero que le prometieron cuando lo asesinara. La despacharía esa misma mañana de ser posible, pensó Korhonen y estornudó dos veces más para dar fin a sus pensamientos.
Finalmente, se paró, dio un paso al frente y otros dos a la izquierda. Alzó ambos brazos por delante y tocó el cristal de la ventana. Tanteó un poco más abajo y sus dedos se encontraron con el borde del ventanal. Lo levantó como pudo. Cada vez se hacía más difícil levantarlo... ya debía estar bastante oxidado.
Cuando lo abrió por completo sintió la ráfaga de viento impactarle en el rostro y volarle los canosos cabellos, que ya estaban bastantes largos por cierto. Se quedó quieto por un instante, parado allí, absorbiendo la frescura del afuera y un tibio calor emitido por los rayos del sol, quienes parecían amenazar por un día caluroso. Ya podía diferenciar con más claridad la tranquilizante sinfonía propio del cántico de los pájaros que revoloteaban sobre su hogar.
Esta vez, giró a su derecha para avanzar 3 pasos, extendiendo todavía sus dos extremidades por delante, donde se ubicaba un alto y extenso perchero metálico con ropa colgando a lo largo de todo el soporte.
Cuando lo halló, como si fuese que sus manos guardaran memoria, se dirigieron automáticamente hacia la izquierda buscando por el extremo del gran perchero. Detalló la primera percha de madera y comenzó a murmurar para sí mismo- Lunes...Martes...- mientras iba pasando de percha en percha, iba nombrando a cada una por un nombre del día de la semana- ...Miércoles...Jue...Jueves- soltó por último cuando llegó al día de la semana en el que él creyó haber amanecido.
Sacó la percha que había quedado oculta bajo sus manos y empezó a vestirse como si fuese un acto bastante ensayado: comenzó por quitarse el pijama primero, dejándolo tirado en algún lugar del dormitorio; luego, de la percha, sacó el vaquero y se lo puso; seleccionó una camiseta, después la camisa, y se las colocó una por arriba de la otra, abotonándose la camisa con lentitud; buscó la cazadora, la alzó en el aire y se cubrió con ella; por último se volvió hasta el pie de la cama dando 5 pasos para buscar sus botas y unas medias que le protegieran los pies del roce del cuero de las botas. Tenía una caja que tanteó debajo de la cómoda; la extrajo y la levantó del suelo; abrió la caja para luego sacar de allí un par de medias livianas.
Ya vestido, se encaminó al pasillo de la casa que estaba a unos 6 pasos de donde estaba parado. Los completó y luego se volvió hacia la izquierda para recorrer el largo pasillo de la casa como acostumbraba a hacer todos los días, demorando unos 4 segundos en llegar de extremo a extremo.
Llegó a la cocina de la casa y repitió los mismos movimientos que había realizado, durante 5 años, todas las mañanas. Se acercó a la mesada y de muy mal humor, escupió unos cuantos insultos para su última cuidadora, Agnes, porque al parecer le hizo muy difícil el trabajo de encontrar su pava. Terminó por hallarla dentro del horno.
- ¿Quién guarda una pava en un horno?- Korhonen se quejó, mientras la llenaba con agua para ponerla sobre el fuego luego.
El anciano continuó quejándose por el completo desorden que parecía haber en la cocina, cuando escuchó en sonido de la puerta de la casa abrirse.
Seguramente, Agnes no esperaba encontrárselo allí. Para ella el con suerte seguiría en cama. Pero se dio cuenta que había fallado en su suposición cuando, luego de ingresar por la entrada, con una gran bolsa de tela, vio al señor Korhonen parado frente a la mesada, sosteniendoun escarbadientes frente a una de las ornallas.
- ¡Señor Korhonen!- gritó exaltada la joven, dejando de lado cualquier cosa que estuviese cargando para salir corriendo hacia el hombre ciego que estaba presionando la perilla del gas- ¡¿Qué cree que está haciendo?!- preguntó furiosa mientras lo movía del lugar para alejarlo de la cocina- ¡¿Acaso quiere matarse?!-