La condesa Rumicche

Episodio 1

El rey, cansado y enfermo por los malos negocios que atormentaban su día a día, decidió preparar una velada inolvidable en la que se aclararían aquellos chismes que llegaban a su despacho cada mañana. Alzó la copa esperando una respuesta apropiada por parte de la joven pareja y lo único que encontró fue lo más condenable que jamás había creído.

Cuando el Lord Rumicche abrió su boca, un veneno tan putrefacto entró en los oídos de todos los presentes; más allá de las comparaciones que exaltaban a la mujer que amaba y las idealizaciones sobre su nuevo proyecto férreo en el reino, lo que más le impresionó al rey mismo fue la insolencia con la que pidió la mano de la heredera al trono.

No le importó que su esposa estuviera presente, solo sus palabras desagradables describieron aquel corazón podrido por la avaricia y la lujuria que eran ignorados hasta hace unos meses.

La segunda princesa fue parte del negocio acordado, de su unión nacería el primer nieto de la corona, pues la princesa heredera estaba comprometida con un general que falleció unos meses atrás mientras disputaba las islas del sur. Al estar soltera, se le fue más fácil entrar entre sus piernas y corromper cualquier idea de empatía hacia su hermana menor, quien lloraba cada noche al no poder concebir un heredero.

Siquiera el sonido de las sillas corriéndose hizo que se arrepintiera de sus palabras, una a una se marchaban de la mesa con un silencio tan helado que los sirvientes optaron por esconderse.

―¿Me dejará cenando solo? ―decía deteniendo a su esposa.

―No me apetece quedarme. Me ha ridiculizado frente a mi familia, frente a cada sirviente. Usted le arruinó la cena a mi familia y no le importó arruinar mi vida también. 

―¿Su vida? Antes de casarnos vivía entre estas murallas. Todo me lo debe, desde ese horrible vestido que usa esta noche hasta el silencio cuando yo hablo― decía amenazando con su mano a la joven.

―No me voy a callar para usted. No lo merece.

―Cállese. Cumpla su papel de esposa y haga silencio.

―Lo que hizo no tiene perdón.

―No necesito su perdón. No necesito el perdón de nadie.

―Todo hombre sobre la faz de la tierra necesita ser perdonado, es libre de pedirlo o no ― Dijo aguantando el llanto ―Solo no me siga involucrando en su escabroso destino, milord. 

―¡Dafne!

La joven cerró las puertas tras de ella, todos los ciervos se esfumaron a medida en que se dirigía hacia su habitación de cuando era princesa y no una simple condesa como lo es ahora.

Quería llorar, arañar cada cosa que encontrara y destruirla después, pero no podía hacerlo. Tras aquella puerta, al cerrarla, solo encontró su pasado. Todo lo que conocía y apreciaba giraba en torno a su hermana mayor, quiso en ese instante que desapareciera, que no se encontrara más con ella, quería venganza en ese instante.

Lloró por unas horas y cuando se percató de que ya no le quedaban motivos para hacerlo, salió de su alcoba para encarar a su hermana.

Según comentó aquel hombre, ambos estaban viéndose desde hace meses, se enviaban cartas y regalos uno al otro, hasta incluso propuso nunca ser llamado rey con tal de respetar el deseo de su Majestad. Dorotea estuvo estupefacta cuando sus hermanas menores la miraron en ese instante, la excusa del amor no existía, no era válida y jamás debió ser dicha en ese inoportuno momento. En cambio, Dafne, estaba perdida. Quería vivir en un cuento de hadas, tener su propia familia. Quería que todo funcionara según su crianza. Recordar que había fallado la mató en ese momento. 

―Tal vez. Yo no merezco nada.

Todo lo que conocía y apreciaba giraba en torno a su hermana mayor, quiso en ese instante que desapareciera, que no se encontrara más con ella, quería venganza en ese instante. Lloró por unas horas y cuando se percató de que ya no le quedaban motivos para hacerlo, salió de su alcoba para encarar a su hermana.

―Lo que hiciste estuvo mal, ¿Y ahora vienes a buscarme? ―Decía Dorotea tratando de cerrar la puerta en sus narices.

―Escúchame, he hablado con muchas personas influyentes, todo lo que quiero es a ti en este instante. Abandonaría mi título de conde con tal de que fueras mi esposa.

―No. Le hiciste mucho daño a mi hermana, no debo aceptarte.

― ¿No me amas ahora? Hice esto por ti.

―Yo nunca te lo pedí.

―Me lo pediste el día en que empezaste esto, aquel día en que dijiste que me amabas y que renunciarías a todo por el amor verdadero, ¿se ha perdido aquella mujer de la que me enamoré?

―Eres un cobarde ―Dijo sonriente ―Yo te amo Eytan, pero no debo. No debo en esta vida.

―Conocí a varios nobles, nos darán refugió en Argente, la ciudad del Papa, acéptame ahora Dorotea. Te lo pido.

La joven de una belleza insuperable hizo silencio, ató su cabello castaño y corrió hacia su vestidor, tomo una pequeña maleta y corrió en alegría hacia su amante. Dafne no pudo decir más, estuvo al otro lado del pasillo observando y escuchando cada palabra dicha, lágrimas agridulces bajaron por sus mejillas, corrió de vuelta a su alcoba y antes de tocar la manija notó algo fuera de lo común.

A unos cuantos metros de su habitación estaba el último corredor, era un camino para la alcoba real, donde su padre descansaba, se asomó para percatarse de que tal vez estaba siendo paranoica, pero no fue así.

Los guardias que acostumbraba a mirar incluso de joven cuando iba a robar chocolates a la cocina en las madrugadas, no se encontraban ahí. Un gritó la despertó de sus pensamientos, se dio la vuelta y vio que sus hermanas menores estaban tras de ella.

―Dafne, ¿qué ha pasado? ― dijo Dolores mientras sostenía su pijama.

― ¿Por qué? ¿Pasó algo?

―Hay mucho silencio, pensamos que fuiste tú la que gritó.

―No, no fui yo.

― ¿Dónde está Dorotea? ―Preguntó Desiré

―Ella no está ahora...




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.