A pocos kilómetros de Laforet, la capital de Richelieu, existe cierto castillo en honor a la casa real de ese país. Funcionó hace menos de un siglo como una fortaleza contra los extranjeros, luego fue cambiando a un lugar de descanso en donde los reyes visitaban en el primer mes del año y disfrutaban de las festividades en los pueblos cercanos. En el presente, luego del golpe de estado hace menos de cuatro meses, se ha vuelto una simple cárcel para las hijas del fallecido rey.
Sus rutinas cambiaron, sus finos trajes fueron subastados e incluso las libertades que gozaron de jóvenes fueron prohibidas. A la mayor Dorotea se le ordenó aprender los idiomas del imperio, a las menores Dolores y Desiré se les obligó a aprender sobre el funcionamiento de un castillo y mientras aprendían varios idiomas, se les trató como criadas de su hermana mayor.
La joven Dafne no la había pasado tan mal, durante su cautiverio se le prohibió cruzar palabra con sus hermanas, pidió incluso poder aprender otros idiomas y se le fue permitido, todo lo que quería saber se le fue concedido y solo Dios sabría la razón de aquel permiso imperial.
Como era costumbre, todas las mañanas se levantaba y aseaba su habitación, aprendió de mala gana durante su primer mes de cautiverio para que al final de este fuera alabada por el sirviente encargado de ella. Escuchó alguna vez sobre sus hermanas y de como la estaban pasando, ella sabía que si pedía escribirles se le negaría, no tuvo más opciones que contemplar el techo en aquellas tardes de soledad, aquellos atardeceres sin risas y con miedo a un castigo por si cometía un error.
Cuando menos lo esperaba en aquel día, el siervo que siempre la vigilaba pidió que saliera de la habitación, ella miró fijamente la puerta, estuvo tanto tiempo ahí adentro que tenía miedo de cruzarla, se imaginó tantas veces el poder cruzarla que tuvo temor y creyó que era una trampa. Durante su reclusión solo habló con una sola persona, solo repitió incontables veces la misma conversación y su ser no se sentía preparada para ver a sus hermanas.
Dafne quería verlas, quería hablar con Dorotea sobre lo sucedido y aunque sabía la verdad sobre el destino que tuvo su difunto esposo, no lo pensó dos veces antes de aceptar este presente sin él, un presente en calma donde él no estuviera y que nunca imaginó que llegara de esa forma.
El hombre de gran edad, un erudito de acento extranjero, llevó a Dafne a un recorrido por gran parte del castillo hacia cierta sala especial al final del corredor. Recordó entonces que durante muchos años atrás se reunieron ahí el rey de Richelieu, con el general más importante del país, y con cierta persona desconocida, de la cual nunca hubo escritos de su identidad antes. Estos hombres decidieron una vez su compromiso con Eytan Rumicche y en lo que respecta a Dafne, no tuvo más opción que servir a su pueblo.
Mientras se detenía ante la puerta de esta sala, notó que los uniformes de los soldados fueron cambiados. Ya no vestían los colores amarillo y blanco de la casa San Valente, ahora sus capas eran de un rojo oscuro, similar a la sangre y el escudo que traían bordados eran adornados con hilos plateados.
La oposición fue exterminada en el imperio, no existían los rebeldes y la única preocupación del emperador era las cuatro jóvenes que podían encadenar una revolución en su contra.
Dentro de la habitación había tres sillas, de ellas una la tenía el sacerdote Greco de la iglesia de Argente, la siguiente sería para la reina y madre de Desiré, y la última para Dorotea, según correspondía la ley. A unos pasos de los dos puestos, se levantaron las tres hermanas y fueron testigas de su última orden como princesas.
―Debido a que todas ustedes son mujeres, se les perdonará la vida siempre y cuando juren lealtad al emperador en un evento en dos semanas, apenas escuchen lo que sucederá con ustedes, salgan de esta habitación― declaró.
Aquel hombre con manos temblorosas abrió una caja negra que según afirmaría es el mandato del emperador para cada una de las jóvenes, y fuera del decoro toma botella de vino y se sirve antes de empezar a decir el futuro de cada una de ellas
―La reina mayor podrá volver a la casa Aubert quienes han jurado lealtad al imperador Fénix desde hace dos años. Levántese y váyase lo más rápido posible― dijo señalando la puerta ― El tiempo está corriendo, y su vida también.
La madre de Desiré, ahora reina viuda, hizo una reverencia ante el sacerdote y besó su anillo eclesiástico.
―Dorotea ― llamó mientras lloraba ― No te di a luz, pero siempre serás mi hija. Oraré por ti siempre.
Hizo una reverencia y se acercó a las demás.
―Dafne y Dolores, siempre las amaré― les dio un abrazo ― No soy su madre, pero sé que ellas las quisieron mucho. Prométanme que serán fuertes.
―Mamá… ― Chilló Dolores ante el abrazo.
―Mi pequeña Desiré, mi hija. Siempre serás mi sol. Quiero que vivas, quisiera llevarte conmigo y no sabes cuanto me parte el alma no poder hacerlo. Te amo demasiado y oraré por ti. Te amo mi pequeña.
Y luego de su fugaz abrazo, sale de sus vidas cruzando una gran puerta de metal y piedra. Su hija rogó en silencio que su propio futuro no tuviera lamentos tal cual deseaba su madre. Y cuando se cerraron las puertas, el silencio llenó la pequeña sala. Dafne, siguiendo el protocolo, tomó asiento junto a su hermana y esperó paciente su destino.
―Lady Desiré.
Las cuatro se miraron mutuamente, eso era algo en contra de lo que les enseñaron. Ella era la menor, por lo tanto, la última en ser nombrada. Y cuando Dolores iba a decir algo, Dorotea le hizo un gesto para que guardara silencio.
―Según la orden del emperador de Hispania, bajo la vigía de la iglesia de Gazzola, se decidió que fuera escoltada hacia la propiedad del duque Bianco luego de la ceremonia de juramento.
Todas guardaron silencio. Era algo que no se lo esperaban, le habían perdonado la vida a su hermana menor y sobre todo abrieron la incertidumbre entre las demás princesas.