El sol se ocultó, Dafne limpió sus lágrimas y escondió la espada en su habitación. Le era imposible pensar en lo que haría esa noche, siquiera los quehaceres que odiaba hacer sacaban aquellos pensamientos de su cabeza.
La puerta sonó.
―Señorita Dafne, sus hermanas la invitan a cenar― dijo una mucama.
―Diles que no iré.
―Condesa, su majestad, la emperatriz, la está invitando formalmente a la cena.
―¿Qué pasará si no asisto? Van a escoltarme al calabozo o van a desterrarme.― dijo con enojo.
―Princesa Dafne, sus hermanas están preocupadas, ha estado aislándose y ellas necesitan saber por su voz que se encuentra bien.
Suspiró.
―Está bien. Diles que asistiré.
El rostro de la mucama se iluminó, estaba contenta de recibir aquella noticia y salió emocionada de la habitación.
―¿Mi señora, se encuentra bien?― preguntó su tutor a sus espaldas.
―No. Quisiera que hoy me dejaran sola. Ya sé vestirme y aprendí a hacer todos los quehaceres necesarios para no depender de un sirviente. Por favor, ve a descansar.― terminó con una voz opacada por el llanto.
―Como ordene.
Cuando el silencio se apoderó de su entorno, abrió uno de los cofres guardados en una esquina cerca a la cama, lo primero que vio fue un vestido verde y abajo, un montón de joyas.
Con delicadeza se vistió lo mejor que pudo y frente al gran espero se vio.
El cabello estaba hecho un desastre, por lo que hizo lo que pudo al tratar de peinarse y esconder aquellas marcas que el emperador, su nuevo señor, le había hecho en el cuello. Se puso un collar y observó de reojo a la cabecera de su cama. Aquel lugar donde estaba esa espada y trató de ordenar sus pensamientos por un instante para no llorar de nuevo.
La hora llegó, cerró la puerta a sus espaldas y caminó por aquel frío pasillo donde corrió en aquella noche al conocer la infidelidad de su esposo. Arregló su vestido antes de entrar al comedor y no encontró a nadie, preguntó y nadie sabía nada, su corazón estaba doliendo una vez más.
La joven condesa vio un rato después cómo desfilaban mientras mostraba aquellos regalos dados por sus prometidos, al ver sus rostros alegres olvidó por unos segundos su dolor y prefirió contener cualquier recuerdo que le hiciera perder el decoro. Se acomodó luego en una de las sillas cerca de la ventana, bebió una taza de té de manzanilla y en silencio escuchó sus risas.
―Dicen que este collar de diamantes es traído de las codiciadas minas de Hispania ―dijo Dorotea mientras caminaba frente a todas aquellas chicas ―El emperador mismo ordenó que se me las trajeran hace unos días y hoy que llegó el vestido que hace juego, me lo puse.
―Mi prometido me dio este tocado de oro, escuché que es una tradición en Cisneros, dicen que atrae la buena suerte en el matrimonio. Estoy feliz de compartir esto.
―El mío me dio este vestido, el ducado de Bianco se caracteriza por su sistema agropecuario y sobre todo por su manejo de recursos importados. Mandó a hacer este vestido en el otro continente y me lo trajeron hace una semana.
La muerte era lo único que rondaba en la cabeza de Dafne, pensó primeramente en los gestos de todas ellas si se enteraran de su destino, pero prefirió abandonar esa trágica fantasía y mostrar una sonrisa tenue y sincera frente a ellas.
―Estoy alegre de que estén felices. El matrimonio no es un juego, así que deben ser responsables, ¿Entendieron?
―Si señora ― respondieron todas.
Para ser la primera vez que se reunían todas desde hace cuatro meses, todo parecía como si fuera mentira. Las conversaciones fueron las mismas, aquellos chismes habituales se repitieron y ahora hubo uno que no pudieron darle la espalda.
―A la persona que escuchó lo que pasó y contó, el emperador ordenó su muerte ―comentó Dolores.
―Los nobles ya saben lo que ocurrió y esperan la oportunidad de que Dafne salga de nuevo a la vida pública para burlarse de ella ―dijo Dorotea.
―Tendré que hacerlo tarde o temprano. Mi fallecido marido nunca tuvo buena fama de todas formas.― dijo siguiendo la corriente.
Dafne sintió el calor de las manos de Dorotea en las suyas.
―Lo siento mucho, hermana. Siento no haber sido la mejor hermana para ti y fallarte.
―Ahora todas estamos felices, no necesitas arrepentirte de lo que hiciste o haces ahora. Estoy agradecida porque fuiste tú la que rogó por nuestra vida y gracias a ello estamos reunidas aquí.―respondió con su sonrisa tenue.
―Yo vendería mi alma al diablo con tal de que todas estemos bien ― dijo Desiré ―Si estuviese en mis manos el destino de cada una, les daría un título y que buscaran su marido por amor.
―Eso no se escuchó bien ―rio Dolores ― El amor en la nobleza de Richelieu no existe.
―Por supuesto que sí existe. Todas tenemos el derecho de amar y decidir a quién amar.
―Desiré, entiendo lo que dices, pero el honor está por encima del amor. Todas nacimos para un propósito, todas tenemos el mismo calibre para amar y las mismas restricciones. El amor si existe, hermana, solo hay que ser inteligentes ―Dice Dorotea.
― ¿Qué tiene que ver la inteligencia con el amor? Si nos enamoramos de nuestros maridos no tendríamos problemas.
―Hasta para tener un matrimonio hay que tener la mente fría ―dijo Dorotea ―Dafne, ¿Cómo es el trabajo de una condesa?
―No es nada del otro mundo ― dijo mientras le servían el plato fuerte ―Nos enseñaron de niñas a hacer el trabajo de los nobles, cosas como la contabilidad y la administración de los palacios y territorios son lo mismo que vimos cuando éramos pequeñas. A diferencia de las otras mujeres, nosotras estamos preparadas para ser el jefe de una casa. Las damas aprenden todo esto meses después de su matrimonio, pero nosotras lo aprendimos cuando éramos pequeñas. Es fácil.
― ¿Qué quieres decir? ¿Las demás damas no saben hacer eso? ― se sorprendió Dolores..