La Coneja Me Pertenece

Capitulo Diecinueve

—¿No te parece maravilloso ver cómo los niños juegan? —escucho una voz a mis espaldas.

Me giro con rapidez y la veo. La anciana que habíamos encontrado junto con Asra está allí, de pie, observando con una expresión tranquila a un grupo de niños que corretean entre las cabañas, sus risas mezclándose con la brisa fría.

Mi primer impulso es alejarme. Pero algo en su presencia me detiene, una extraña mezcla de inquietud y curiosidad. Aprieto los puños, tratando de estabilizar mi respiración.

El murmullo del viento sacudía las ramas, arrastrando consigo un aire frío que me erizó la piel. Me abracé a mí misma, mirando a los niños jugar en la distancia. Sus risas se mezclaban con el crujir de las hojas secas bajo sus pies, un sonido casi ajeno a mi realidad. Me pregunté cómo sería vivir sin miedo, sin esa sensación constante de que alguien me observaba desde las sombras.

—Los niños tienen un don —continúa ella sin apartar la vista del juego—. No cuestionan el presente. Simplemente lo viven. No como los adultos, que siempre están buscando respuestas... incluso cuando no están listos para escucharlas.—

El susurro del viento cambió, las hojas parecieron enmudecer. Entonces, una sombra se proyectó sobre la tierra a mis pies. Contuve el aliento.

La miro con recelo. ¿Está hablando de mí? ¿De lo que insinuó antes? Mi piel se eriza. Siento el peso de su mirada cuando finalmente se vuelve hacia mí.

—Eres peculiar, pequeña —murmuró, con su voz desgastada por el tiempo.

Mi garganta se cierra. No sé qué responder. ¿Qué se supone que debería recordar? No tiene sentido. No puedo recordar algo que nunca viví.

Mi cuerpo entero se tensó. Su voz, rasposa y firme, se deslizó como una corriente helada por mi piel. Me giré rápidamente y ahí estaba ella. La abuela. De pie detrás de mí, con la misma expresión insondable, con la misma mirada que la primera vez me había escudriñado hasta el alma.

El miedo me paralizó. No supe si correr, hablar o simplemente desaparecer.

Mi cuerpo tomó la decisión por mí.

Reí.

—No sé de qué hablas —digo al fin, con más firmeza de la que siento.—

La anciana sonríe con tristeza, como si esperara esa respuesta.

—Está bien —dice—. Todo llega en su debido momento.—

Un escalofrío me recorre la columna. No me gusta cómo suena eso, como si un destino ya estuviera escrito para mí y yo fuera la última en enterarme.

La abuela dio un paso hacia mí, y mi cuerpo entero se tensó. No porque creyera que me haría daño, sino porque su sola presencia parecía envolverme, atraparme en una sensación que no entendía del todo.

De repente, unos pasos apresurados rompieron el silencio. Me giré justo cuando Asra apareció a toda prisa, con el ceño fruncido y la respiración agitada.

—¿Todo bien aquí? —preguntó, clavando la mirada en la abuela

La abuela no respondió de inmediato. Solo me observó un momento más, como si estuviera esperando algo de mí, y luego se apartó con una leve inclinación de cabeza.

—Nos veremos pronto —susurró, antes de dar media vuelta y perderse

Asra se acercó, tomando mi brazo con suavidad, pero firme.

—¿Te dijo algo extraño? —inquirió en voz baja.

Mi mente seguía enredada en sus palabras, en su presencia, en la sensación de que acababa de recibir una advertencia disfrazada de consejo.

—No lo sé —murmuré, sintiéndome más confundida que nunca.

—Vamos, suéltalo. ¿La vieja te leyó la suerte? ¿Te dijo que en tu vida pasada eras una gloriosa reina coneja o algo así?—

Bufé, sintiendo el calor subir a mis mejillas. —No es gracioso, Asra.—

—Oh, claro que lo es —replicó con una sonrisa torcida—. Te has puesto pálida. ¿Acaso la anciana te dijo que morirás trágicamente o algo por el estilo?—

Fruncí el ceño, cruzándome de brazos.

Asra me observó por un instante y luego soltó una carcajada seca.

—Dioses, qué dramática eres. Y yo que pensaba que ya te conocía todos los traumas.—

Apreté los puños, intentando contener mi irritación. —Te estoy diciendo que había algo en su mirada, algo que me hizo sentir... rara.—

Él bufó y pasó una mano por su cabello, exasperado. —¿Y qué? ¿Quieres que le pida un árbol genealógico para confirmar que no son familia? Vamos, coneja, deja de actuar como si el destino estuviera conspirando contra ti.—

Lo fulminé con la mirada. —Eres un imbécil.—

—Y tú una lunática —replicó sin perder la sonrisa burlona—. Pero hey, si empiezas a recordar tus vidas pasadas, avísame. Tal vez en otra era yo también era un noble guerrero destinado a fastidiarte.—

Rodé los ojos, mordiéndome la lengua para no responder. Asra podía ser insoportable cuando quería, y claramente este era uno de esos momentos. Pero no importaba cuánto intentara burlarse, la sensación seguía allí, clavada en mi pecho como una espina imposible de ignorar. Algo estaba pasando. Algo que ni él ni yo entendíamos aún.

Asra me miraba con esa expresión burlona que tanto odiaba, con los brazos cruzados y el peso de su cuerpo inclinado ligeramente hacia un lado, como si todo esto le divirtiera demasiado.

—Entonces, ¿qué me estás diciendo exactamente? —preguntó con fingida curiosidad—. ¿Que ahora las ancianas tienen visiones proféticas sobre conejas fugitivas?

Apreté la mandíbula y solté un suspiro, sintiendo el calor del enojo subirme por la nuca.

—No estoy diciendo eso —bufé—. Solo que... algo en su voz, en su forma de mirarme... Era como si realmente me conociera. Como si supiera algo sobre mí que yo no.

Asra soltó una carcajada corta y seca, como si mi respuesta fuera lo más ridículo que había escuchado en su vida.

—Claro, claro. Seguro te confundió con su mascota de la infancia. O mejor aún, tal vez fuiste su nieta perdida en otra vida. Qué tragedia.

—¿Puedes dejar de ser un idiota por cinco segundos? —le espeté, sintiendo el calor subir a mis mejillas, no de vergüenza, sino de pura frustración.




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