Capítulo I: La dama que nunca oía un «no»
En el París de finales del siglo XVII, cuando los carruajes levantaban nubes de polvo por las calles empedradas y los salones olían a cera de abeja y perfume caro, vivía Isabelle de Montalais, la mujer más consentida que haya pisado jamás los suelos de mármol de Francia.
Isabelle tenía veintidós años, una belleza capaz de silenciar cualquier conversación y un humor que cambiaba más rápido que el clima del norte. Era hija de un viejo barón que, para compensar su falta de herederos varones, la crió como si fuera la reina de un reino invisible. Desde niña, cada capricho suyo era una orden; cada deseo, una realidad inmediata.
A los diecinueve años la casaron con Armand de Vaucelles, un marqués viudo, rico como un príncipe y dulce como un cordero. Armand tenía ya cuarenta años, cicatrices de guerra en el cuerpo y una fortuna que no sabía cómo gastar. Desde el primer momento en que vio a Isabelle, quedó perdido de amor. Se enamoró con esa pasión silenciosa y absoluta de los hombres que han vivido lo suficiente como para saber que ciertas cosas no ocurren dos veces.
Y Armand se hizo a sí mismo una promesa el día de la boda: jamás le diría que no a su esposa.
Si Isabelle quería joyas, Armand compraba las mejores de Amberes. Si deseaba un caballo blanco que pareciera sacado de un cuento, Armand lo traía de Andalucía sin importar lo que costara el transporte. Si una noche, en plena cena, Isabelle decía con voz melosa: «Me aburro de esta casa, Armand, quiero una nueva», al mes siguiente ya se estaban mudando a una mansión reformada en el barrio del Marais.
Los amigos del marqués murmuraban por lo bajo y las damas de la corte reían detrás de sus abanicos. Pero nadie se atrevía a decir nada en voz alta; primero, porque Armand era un hombre de espada siempre listo para defender el honor de su esposa, y segundo, porque Isabelle tenía una lengua que cortaba más que el acero.
Una tarde de primavera, mientras paseaba por los jardines de su palacete —llenos de fuentes y rosales traídos de la Provenza—, Isabelle vio un grabado en un libro: una dama veneciana paseando a un leopardo domesticado que caminaba a su lado como un gato enorme. Cerró el libro de golpe y llamó a su doncella.
—Marie, dile al marqués que quiero un leopardo. —¿Un... leopardo, señora? —Exacto. Uno joven y hermoso, con la piel brillante. Que no tenga más de un año. Y con una cadena de oro, por supuesto.
Marie palideció, pero sabía que no era posible discutir. Dos meses después, en el patio del palacio, descargaron una enorme jaula de madera. Dentro, un leopardo de un año observaba el mundo con ojos amarillos. Armand, sudoroso pero satisfecho, abrió la puerta él mismo.
—¿Te gusta, amor mío? Isabelle aplaudió como una niña. —¡Es perfecto! Lo llamaré Sultán.
Y así fue. Durante semanas, Sultán paseaba por los salones siguiendo a Isabelle, provocando desmayos entre las visitas y comentarios en todo París. Armand sonreía con orgullo cada vez que alguien mencionaba la hazaña.
Pero un día, en una fiesta en casa de la duquesa de Villemont, Isabelle vio a un hombre que no le sonreía. Era alto, moreno, con el uniforme de los mosqueteros y una expresión de aburrimiento cortés. Se llamaba René de Saint-Vire, un conde sin fortuna y con orgullo suficiente para tres generaciones. Cuando ella pasó cerca de él, esperando la habitual mirada de adoración, René apenas inclinó la cabeza y siguió hablando con sus compañeros, como si ella fuera una más entre las bellezas de la sala.
Isabelle sintió algo nuevo, algo que nunca había experimentado: una punzada en el pecho, una mezcla de rabia y curiosidad. Esa noche, ya en su cama, con Sultán ronroneando a sus pies, le dijo a Armand:
—Querido, mañana quiero que invites al conde de Saint-Vire a cenar. Armand, que estaba terminando de quitarse las botas, levantó la vista sorprendido. —¿Un Saint-Vire? Apenas lo conozco. Es un oficial joven, valiente, pero algo huraño... —Precisamente por eso —lo interrumpió Isabelle con su sonrisa más dulce—. Quiero conocerlo.
Armand dudó un segundo. Fue su primer segundo de duda en años. Pero terminó encogiéndose de hombros. —Como quieras, mi vida.
Y sin saberlo, Armand acababa de dar paso a lo único que no podía comprar: el primer capricho de su esposa que no dependía de su dinero, sino de la voluntad de otro hombre.
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Editado: 19.12.2025