Capítulo II
La cena que cambió todo
El palacete de los Vaucelles brillaba aquella noche como si estuviera en llamas por dentro. Docenas de velas iluminaban los salones, los lacayos iban y venían con bandejas de plata, y el aroma de venado asado con trufas llenaba el aire. Isabelle había elegido personalmente cada detalle: las flores, la vajilla, incluso la música que un pequeño cuarteto tocaba discretamente en un rincón.
Ella estaba radiante. Llevaba un vestido de seda azul oscuro que dejaba los hombros al descubierto y un collar de diamantes que Armand le había regalado la semana anterior “porque sí”. Se movía entre los invitados con la seguridad de quien sabe que todos la miran, y disfrutaba cada segundo.
Armand, a su lado, sonreía con esa calma satisfecha de siempre. Había invitado a una docena de personas para que la cena no pareciera demasiado evidente, pero todos sabían que el verdadero motivo era el joven conde que acababa de llegar.
René de Saint-Vire entró con paso firme, saludó al anfitrión con cortesía militar y entregó su capa a un lacayo. Era alto, de hombros anchos, con el cabello negro recogido en una coleta sencilla. Su uniforme de mosquetero estaba impecable, pero sin excesos: nada de encajes ni joyas. Solo la espada al cinto y una mirada directa que no se desviaba con facilidad.
Isabelle lo observó desde el otro extremo del salón. Por primera vez en años, sintió que tenía que esforzarse para captar la atención de alguien.
Cuando llegó el momento de pasar al comedor, Isabelle maniobró con habilidad para sentarse frente a él. Armand, a la cabecera, presidía la mesa como siempre: atento, generoso, dispuesto a todo por verla feliz.
La conversación empezó con temas inocuos: la última ópera, los rumores de la corte, la caza en los bosques reales. Isabelle intervenía de vez en cuando con comentarios ingeniosos que hacían reír a todos. Todos menos a René.
Él respondía cuando le hablaban directamente, con educación, pero sin entusiasmo. Ni una sola vez buscó los ojos de Isabelle más tiempo del necesario.
En un momento, mientras servían el sorbete, Isabelle se inclinó ligeramente hacia él.
—Conde, me han dicho que es usted uno de los mejores espadachines del regimiento. ¿Es cierto?
René levantó la vista del plato.
—Dicen muchas cosas, madame. Algunas son ciertas, otras no tanto.
Una respuesta seca. Ni halago, ni modestia fingida. Isabelle sintió que la sangre le subía a las mejillas, pero sonrió con dulzura.
—Entonces tendré que comprobarlo por mí misma algún día.
Un murmullo divertido recorrió la mesa. Armand soltó una carcajada amable.
—Mi esposa siempre consigue lo que se propone, Saint-Vire. Tenga cuidado.
René miró directamente a Armand.
—No lo dudo, señor marqués.
Después volvió a su sorbete como si nada.
Isabelle notó algo que nunca había sentido: irritación verdadera. Estaba acostumbrada a que los hombres se disputaran una palabra suya, una mirada. Y este… este la trataba como a cualquier otra dama de la sala.
Cuando pasaron al salón para el café y los licores, Isabelle decidió atacar de frente. Se acercó a René mientras él hablaba con un coronel mayor.
—Conde, ¿me permite unas palabras?
René se volvió, inclinó la cabeza y la siguió hasta un rincón más tranquilo, junto a una ventana que daba al jardín.
—¿En qué puedo servirla, madame?
Isabelle fue directa al grano, con esa mezcla de coquetería y mando que siempre funcionaba.
—Me han dicho que es usted hombre de pocos amigos en París. Me gustaría cambiar eso. Venga a visitarnos cuando quiera. Mi marido y yo recibimos los jueves.
René la miró un segundo en silencio. Luego habló con voz calmada.
—Agradezco la invitación, madame. Pero mis deberes en el regimiento y mis… circunstancias personales me dejan poco tiempo para visitas sociales.
Isabelle parpadeó. ¿Circunstancias personales? ¿Se estaba excusando o la estaba rechazando?
—Qué lástima —dijo ella, con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. París puede ser muy aburrido sin buenas compañías.
—Para algunos, tal vez —respondió él—. Yo encuentro suficientes distracciones en mi trabajo.
Y con una inclinación breve, se alejó para unirse a otro grupo.
Isabelle se quedó allí, de pie, con la copa en la mano. Alguien le había dicho que no. No con palabras exactas, pero el mensaje era claro.
Armand se acercó en ese momento, solícito como siempre.
—¿Todo bien, amor mío?
Ella se volvió hacia él con una sonrisa brillante, pero en los ojos tenía un brillo nuevo: desafío.
—Perfectamente, querido. Solo pensaba en mi próximo capricho.
Armand rio, encantado.
—Dime cuál es y mañana mismo empiezo a mover cielo y tierra.
Isabelle miró hacia René, que hablaba tranquilamente al otro lado del salón.
—No te preocupes —dijo en voz baja—. Este capricho voy a conseguirlo yo sola.
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Editado: 19.12.2025