La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

SEGUNDA PARTE: Incomunicados - CAPÍTULO 25

Gloria pasó por las cocinas a recoger la bandeja con el desayuno del prisionero. Esperaba poder conversar más con él hoy, tal vez tratar de ayudarlo a recordar, pero cuando entró contenta a la habitación, se encontró con que las cosas habían empeorado. El hombre estaba parado a un costado de la chimenea y le apuntaba con el atizador.

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy?— le preguntó él.

Gloria dejó la bandeja sobre la mesa, junto a la misteriosa jarra especial que ya estaba allí, y se acercó despacio para hacerle saber que era ella, pero el hombre comenzó a gritarle y a tratar de atacarla con el atizador.

—¡No te me acerques! ¿Quién eres? ¡Respóndeme!

Ella se frenó en seco en medio de la habitación, sin saber qué hacer.

—¡Háblame! ¡Explícame lo que pasó!— gritó él.

Ella negaba con la cabeza, en vano, mientras el hombre seguía gritando. Se acercó por el costado derecho con sigilo para tratar de quitarle el atizador, pero su oído aguzado y su instinto revelaron su posición, y el hombre la golpeó, dando de lleno en su estómago. Gloria cayó contra la chimenea encendida, y una de las brasas que saltó con el golpe comenzó a quemar el borde de la falda de su vestido. La muchacha estaba dolorida y un poco atontada por el golpe repentino, pero al ver las llamas lamiendo su vestido, se puso de pie de un salto, y empujando al hombre a un lado, tomó la jarra con agua de la mesa y la derramó en su vestido, logrando apagar el fuego.

El hombre se tambaleó, pero logró mantenerse en pie y comenzó a buscarla a tientas con el atizador. Ella se acurrucó en un rincón de la habitación por detrás de la cama, conteniendo la respiración. Tenía que calmarlo de alguna forma, lograr que la reconociera. Mientras aun pensaba en cómo hacerlo, los dos guardias que estaban custodiando la habitación entraron de repente, seguramente alertados por los gritos y el golpe. Entre los dos, tomaron al hombre y lo aplastaron boca abajo en el suelo, pateándolo brutalmente.

—¿Quieres volver a las mazmorras? ¿Eso es lo que quieres?— le gritó uno de los guardias mientras apoyaba su bota sobre la espalda del prisionero para inmovilizarlo.

El hombre levantó la cabeza y trató de contestar, pero el otro guardia le pisó la cabeza, apretándosela contra el piso de madera.

—No quiero escuchar ninguna palabra de tu boca, ¿me oíste?— le gritó, volviendo a patearlo en el costado.

Gloria lloraba, aun oculta en su rincón. Quería gritarles que no lo golpearan, que lo dejaran en paz. ¿No era suficiente todo lo que le habían hecho ya? Él no tenía la culpa de no poder recordar, él no tenía la culpa de sentirse amenazado y tratar de defenderse, no después de todo lo que le había pasado.

Finalmente, el hombre dejó de forcejear bajo las patadas de los guardias y se entregó a lo que fuera que iban a hacerle.

—Trae unas sogas— le dijo el que tenía su bota sobre la espalda del prisionero al otro.

El otro asintió y levantó su pie de la cabeza del hombre. Salió por un momento afuera, mientras el otro mantenía su bota firme, aplastando al prisionero contra el suelo. El hombre no se atrevió a moverse ni un milímetro.

Cuando el otro volvió con las sogas, lo levantaron entre los dos, lo sentaron en una silla y procedieron a atarle las manos por detrás del respaldo de la silla, y los tobillos a las patas. El hombre se dejó hacer sin resistencia alguna, sin palabra alguna.

Mientras lo ataban, Gloria, aun en su rincón, se dio cuenta de que todavía tenía en la mano la jarra vacía con la que había apagado el fuego de su vestido. Si los guardias descubrían que ella había derramado el agua especial... La muchacha escondió rápidamente la jarra bajo la cama y volvió a su rincón. Los guardias, todavía trabajando con las ataduras, no se dieron cuenta.

Cuando terminaron, los guardias acomodaron la silla frente a la mesa donde estaba la bandeja con el desayuno y se retiraron. Nunca la buscaron, nunca la vieron, nunca se interesaron por ver si ella estaba bien.

Después de un largo momento, Gloria se secó las lágrimas y se acercó al prisionero atado a la silla. Le puso lentamente la mano sobre el hombro y sintió como todo el cuerpo de él se tensaba. Trató de hacerle saber que era ella, pero él no pareció reconocerla y siguió con el rostro apuntando al frente.

Gloria comenzó a alimentarlo y comprobó con alivio que al menos no se negaba a comer. Sin embargo, siguió con la cabeza firme hacia el frente y no quiso hablarle. La muchacha no sabía si estaba enojado con ella o no se atrevía a hablar por la amenaza que le había hecho el guardia. Tenía que hacerle saber que ella estaba de su lado, que quería ayudarlo. Tomó una de las manos atadas de él y escribió su nombre en la palma. Tal vez reconociera su nombre... Pero el hombre siguió inmutable, con la cabeza al frente, sin contestar, sin dar señal alguna de haberla recordado.




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