La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

TERCERA PARTE: Rehenes - CAPÍTULO 42

Un fomore trajo el desayuno a la mañana siguiente, pero Humberto no apareció a acompañarlo. A media mañana, sus dos guardias personales lo arrinconaron de un lado de su parte de la habitación, mientras otros dos fomores arrastraban una bañera de cobre por el piso de madera, del otro lado de la cama. Luego procedieron a llenarla con agua caliente, y extendieron ropa limpia y toallas sobre su cama. Trajeron también jabón y esencias. Cuando terminaron de acomodar todo, se retiraron, y los guardias que lo tenían arrinconado lo empujaron hacia adelante, indicando que debía bañarse. Lug se mordió la lengua para no hacer un comentario mordaz sobre quién necesitaba más un baño en aquella habitación. Se sacó la ropa, un poco intimidado por las miradas de los fomores que habían vuelto a su puesto junto al sillón de Humberto, y cuando comenzó a bajarse el pantalón, se dio cuenta de que no iba a poder sacárselo con el grillete unido a la cadena en el tobillo.

—Necesito que me saquen esto para poder bañarme— les dijo a los fomores.

—Tendrás que arreglártelas así— le respondió uno de los guardias con voz rasposa.

—Ni siquiera puedo sacarme el pantalón— protestó Lug.

Los fomores no le contestaron. Murmurando insultos por lo bajo, Lug sacó la pierna libre del pantalón y pasó la otra pernera con cuidado por el grillete para no rasgarla, deslizándola a lo largo de la cadena. Luego se metió a la deliciosa agua, la pierna con el grillete apoyada en el borde de la bañera, el pantalón colgando como una bandera de la cadena.

—No fue tan difícil, ¿no?— comentó uno de los fomores.

Lug ignoró el comentario y cerró los ojos, relajándose en el agua tibia. Prolongó el baño lo más que pudo, y cuando vio que tenía las yemas de los dedos muy arrugadas, decidió salir, secarse y vestirse. La camisa limpia olía bien y era de su talla, pero no pudo hacer uso del pantalón que le habían suministrado. Resignado, se sentó en la cama y recogió su pantalón con cuidado, tirándolo por la cadena, pasándolo por el grillete y abrochándolo otra vez como estaba.

No mucho más tarde, llegó el almuerzo, aun más abundante que el del día anterior. Lug comió con buen apetito. La verdad es que excepto por el grillete, los temperamentales guardias y el balmoral, lo estaban tratando como un rey. Desde luego, hubiera preferido vivir en una cueva infestada de ratas, pero libre. Sin embargo, era un prisionero y había decidido aprovechar lo que le permitieran. Necesitaba recuperar fuerzas después de un año de mala alimentación.

—¿No va a venir Humberto a almorzar conmigo?— preguntó a los fomores.

—Vendrá cuando lo crea oportuno— respondió uno de ellos.

Lug se encogió de hombros y siguió comiendo. No sabía si la ausencia de Humberto era una buena señal o no. Se sentía agradecido de que lo hubiera dejado en paz por unas horas en vez de amenazarlo y presionarlo para que le revelara información sobre sus seres queridos. Pero por otro lado, si ya no lo necesitaba más... ¿Qué haría con él? ¿Y cómo afectaría eso a la posición de Juliana y Augusto?

Y había otra cuestión: Gloria. ¿Había traicionado a Ana? ¿Lo había traicionado a él, vendiéndolo a Humberto? Después de todo, había sido ella la que lo guió hasta la habitación donde Humberto lo capturó. ¿Había sido todo una trampa? No, no estaba dispuesto a caer en la paranoia. Lo más seguro era que Humberto estuviera mintiendo en cuanto a su cooperación. Sí, probablemente la tenía encerrada en alguna otra habitación, bajo quién sabe qué amenazas, para sacarle información.

Temprano en la tarde, Lug percibió unos sonidos apagados en la distancia, alguna clase de tumulto en la lejanía. Desde su llegada a aquel lugar, no había escuchado más que el canto de los pájaros y el zumbar de los insectos en el jardín. Era como si la casa estuviera en un lugar totalmente apartado e inaccesible. Pero ahora, algo estaba perturbando la paz de aquel pseudo-paraíso. Lug miró de reojo a sus inmutables guardias y estiró el cuello, tratando de ver algo a través de las ventanas. Nada.

—¿Qué es lo que está pasando?— preguntó a los guardias.

Los dos fomores se revolvieron inquietos, pero no contestaron. Algo no estaba bien.

Media hora más tarde, un agitado Humberto entró a la habitación, con dos fomores siguiéndolo de cerca. Humberto llevaba su capa, su túnica y su cinto en una mano, y sus botas en la otra.

—Esa es mi ropa— declaró Lug sorprendido, poniéndose de pie y avanzando hacia Humberto un par de pasos.




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