La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

CUARTA PARTE: Aliados - CAPÍTULO 58

Humberto sonrió al ver que las puertas del castillo se abrían lentamente.

—Te dije que iba a funcionar— codeó a Lug.

Dos docenas de guardias fuertemente armados, formados en dos hileras que bordeaban el patio interno que llevaba a la torre residencial, los miraron con cierta hostilidad debajo de sus emplumados yelmos.

—Su Alteza los recibirá ahora— anunció un mayordomo vestido de negro y rojo a la derecha de la entrada—. Síganme, por favor.

Los tres avanzaron, cruzando el umbral de la enorme entrada. Dos guardias cruzaron lanzas frente al fomore, impidiéndole el paso.

—Él viene con nosotros— indicó Humberto.

—No se permite la entrada de este tipo de animales al castillo— dijo el mayordomo no sin cierto tono de desdén, mezclado con miedo.

—Esta criatura es nuestro sirviente, su nombre es Ror— lo presentó Lug—. A pesar de su aspecto, merece respeto por su lealtad y su noble servicio. Le aseguro que no va a causarle problemas.

—Lo siento, no es bienvenido— respondió el mayordomo.

—Lug, déjalo, no importa— le murmuró Humberto, tomándolo del brazo. Lug se soltó del brazo de Humberto bruscamente.

—Si hubiéramos venido a caballo, ¿no los hubieran acogido y atendido en sus establos?— reprochó Lug, indignado—. ¿Esta criatura merece menos atención que una montura?

El mayordomo suspiró y se dirigió a los guardias:

—Llévenlo a los establos, provéanlo con comida y agua— les ordenó.

—¡No!— protestó Lug, pero luego escuchó la voz del fomore detrás de él.

—Estaré bien en los establos, gracias por su hospitalidad— dijo con su voz rasposa.

Lug se volvió hacia él.

—En serio, estaré bien— le aseguró el fomore a Lug.

Lug asintió, reticente. Los guardias que le habían bloqueado el paso descruzaron las lanzas, lo despojaron de su hacha y su espada, y lo tomaron de los brazos, guiándolo de manera un tanto forzada hacia los establos. El fomore no se resistió. Luego, el mayordomo les hizo una seña a Lug y a Humberto, y éstos lo siguieron, bajo la mirada atenta de los guardias en los flancos.

—¿Ror?— le murmuró Humberto a Lug al oído—. ¿Desde cuándo un fomore tiene nombre?

—Desde que se lo pregunté— respondió Lug, irritado.

—Realmente le hiciste algo a su cabeza— comentó Humberto.

Lug solo resopló sin contestar.

Al llegar a la ancha escalinata que llevaba a la torre, el mayordomo se detuvo.

—Deben dejar sus armas aquí. No se permiten visitantes armados en presencia del conde— señaló.

A regañadientes, Lug se desprendió la capa para poder sacarse el tahalí con la espada. Humberto desprendió su cinto, arrojando su espada envainada en los escalones, luego se agachó y sacó una daga escondida en su bota, un cuchillo pequeño escondido en el muslo por dentro de su pantalón y un puñal largo oculto por detrás de su cintura, arrojándolos todos encima de la espada.

—Brazos arriba— ordenó uno de los guardias.

Humberto y Lug levantaron los brazos y permitieron que el guardia los palpara para asegurarse de que no traían más armas. Terminado el proceso, el mayordomo les sonrió de forma condescendiente y los guió por la escalinata hacia el interior del salón principal.

El interior del salón era tan austero como el exterior del castillo. La última luz de la tarde que entraba por las enormes ventanas no era suficiente ya para iluminar el enorme recinto, por lo que numerosas lámparas habían sido encendidas y colgadas de las columnas.

Lug y Humberto avanzaron lentamente por el medio del salón hacia una tarima con un trono de madera forrado en terciopelo negro y rojo. Había un hombre de rostro serio y preocupado sentado en el trono. A los costados, entre las columnas, había más guardias armados, vigilándolos. Por detrás de los guardias, Lug pudo atisbar hermosos tapices colgados de las paredes. La mayoría mostraba paisajes de montañas y bosques, y otros mostraban escenas de cacería exquisitamente detalladas.

El hombre del trono se puso de pie y bajó de la tarima, acercándose a ellos. Estudió a Humberto por un largo momento.

—Su Ilustrísima— dijo Humberto, haciendo una reverencia.

—¿Desde cuándo tanta obsequiosidad?— dijo el hombre.




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