La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

CUARTA PARTE: Aliados - CAPÍTULO 64

Humberto reacomodó la cadena que unía un grillete en su tobillo a la pared para que no se le clavara en la pierna, y resopló frustrado una vez más. Maldito Vianney, nunca lo había creído con las agallas para hacerle esto.

Mientras refunfuñaba, sucio y hambriento en su celda (nadie había tenido la delicadeza de ofrecerle algo de comer o la posibilidad de asearse), imaginándose a sí mismo con sus manos estrujando el cuello del conde de Vianney, Humberto escuchó pasos que se acercaban. Levantó la vista hacia los barrotes de su celda y percibió que los dos guardias que Vianney había dejado vigilándolo permanentemente, se ponían en posición de firmes. Alguien importante se acercaba. Seguramente Vianney que venía a disfrutar con su infortunio. No, tal vez era Lug. Lug no lo dejaría pudriéndose en esta celda por mucho tiempo, ¿o sí? No, tarde o temprano vendría a sacarlo de aquí y sería más bien temprano. No porque le profesara algún tipo de afecto, (su relación no podía calificarse exactamente de amistosa), sino porque querría saber dónde tenían a Akir. Conocer el paradero de Akir era su boleto de salida de esa mugrienta celda. Sí, si jugaba bien sus cartas, podría estar libre en poco tiempo y retomar sus planes.

—Déjennos solos— se escuchó la orden a los guardias.

—Tenemos órdenes del conde de no dejar nuestros puestos bajo ninguna circunstancia, hasta ser relevados— protestó uno de los guardias.

—Y ahora tienen órdenes mías de dejarme hablar a solas con el prisionero— lo cortó la voz.

Los guardias hicieron una reverencia y se alejaron a regañadientes.

Esa voz, Humberto recordaba esa voz. Se puso de pie de inmediato en su celda y avanzó hacia los barrotes hasta que la cadena en su tobillo se tensó, dejándolo a un metro de los hierros de su prisión. Abrió la boca asombrado. Aquella era la última persona que esperaba ver allí.

—¿Solana?

—Hola, Humberto. Mi nombre es Helga, ahora. Soy la esposa del Conde de Vianney.

—No entiendo…— dijo Humberto, confundido.

—No es necesario que entiendas nada, Humberto. No vine aquí a darte explicaciones sobre lo que he hecho con mi vida.

—¿Por qué me llamas Humberto? ¿Lug te dijo mi verdadero nombre?

—Eres el mismo de siempre, siempre subestimándome. ¿Creíste que no te recordaría?

—Nadie más en el Círculo parece recordarme— comentó Humberto.

—Lo que sea que hiciste para borrar tu existencia de la memoria de todos, no funcionó conmigo. Y usar “Huber” como alias fue bastante transparente y estúpido si tu intención era esconderte de mí.

—Nunca tuve intenciones de esconderme de ti, Solana.

—Helga— lo corrigió ella.

—No sabía siquiera que seguías aquí, mucho menos que te habías casado con Vianney.

—No tuve mucha opción después de que Marga, Cormac y tú me dejaron atrás— le reprochó ella con resentimiento.

—No sabíamos, pensamos que habías muerto— trató de explicar Humberto.

—No vine aquí a escuchar tus excusas patéticas— dijo ella, irritada.

—¿Viniste a sacarme?— preguntó Humberto, esperanzado.

—¿Sacarte?— bufó ella con sorna—. Nada me complacería más que ver cómo te marchitas en esta celda de por vida, después de lo que me hiciste.

—Solana… Helga, yo…— comenzó Humberto.

—¡Cállate!— le gritó ella con furia. Humberto enmudeció—. Solo vine aquí porque quiero que me digas dónde está Alric, y por qué Vianney no lo recuerda. ¿Qué fue lo que hiciste?

—Jugar con la memoria de la gente no es mi departamento, Helga, lo sabes bien.

—¿Estás diciéndome que fue Cormac?

—¿Quién más?

—¿Qué razones tendría Cormac para hacer algo como eso? ¿Por qué borrarte específicamente a ti y a Alric?

—No lo sé— se encogió de hombros Humberto—. Deberías preguntarle a él.

—¿Sabes dónde está?

—¿Cormac?

—No, Alric.




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