La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

SÉPTIMA PARTE: Bifurcados - CAPÍTULO 126

  Los soldados de Overkin ya habían pasado muchas horas de guardia fuera de la cúpula y comenzaban a aburrirse. Su prisionero seguía sentado en el suelo, restringido por sus cadenas, y parecía haber aceptado que no podía hacer nada para cambiar el estado de las cosas de momento.

  De pronto, uno de los hastiados guardias vio algo rojo que brillaba entre unos arbustos a su izquierda. Intrigado, avanzó hasta el lugar y se encontró con un enorme rubí enredado entre unas ramas. Rápidamente, guardó la preciosa gema en su bolsillo, sin alertar a sus compañeros. Cuando iba a volverse a su puesto, vio más allá otra gema entre las raíces de un árbol. Esta no era roja sino transparente, ¿un diamante? El soldado se alejó más para averiguarlo. Y justo cuando se agachó para recoger el diamante, recibió un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente.

—La codicia no es buena— murmuró Govannon, saliendo de detrás del árbol y observando al caído soldado.

Govannon arrojó al suelo el tronco con el que había golpeado al soldado y desenvainó su espada. Luego le hizo la seña acordada a Augusto y a Cormac.

Augusto avanzó desde su escondite, y con sigilo, desató a los caballos y al unicornio. Augusto acarició al hermoso Kelor por un momento, y acercándose a su oído, le comunicó el plan. El unicornio relinchó su acuerdo.

El relincho alertó a los soldados:

—¡Los caballos se escapan!— gritó uno de ellos.

Dos de ellos corrieron a detener a los caballos que estaban siendo azuzados a escapar por el unicornio, y los otros dos se quedaron a custodiar al prisionero.

El soldado que primero llegó hasta los caballos, fue enfrentado por Kelor, quien le dio una fuerte patada en el pecho que lo dejó fuera de combate. El segundo, huyó hacia el bosque al ver que la furia del unicornio se volvía hacia él. Kelor forzó al soldado a correr por un sendero específico que lo llevó a tropezar con una soga oculta, sostenida por Juliana y Cormac, cayendo de bruces y siendo reducido por Govannon.

—Solo quedan dos— dijo Cormac mientras ayudaba a Govannon a atar al soldado a un árbol.

—¿Dónde está Augusto?— preguntó Juliana, preocupada.

—Debía encontrarse con nosotros aquí— miró Cormac en derredor, buscándolo—. ¿Crees que...?

Cormac no alcanzó a terminar la frase. Juliana salió corriendo hacia donde estaban los dos soldados que quedaban custodiando el prisionero.

—¡Espérame!— le gritó Cormac, saliendo disparado tras ella y dejando a Govannon terminar con el trabajo de amarrar al guardia.

Juliana observó horrorizada cómo su hijo peleaba con los dos soldados restantes, que claramente lo estaban avasallando sin tregua. Quiso socorrer a su hijo, pero la mano de Cormac alcanzó a detenerla.

—¡Espera aquí!— la tironeó Cormac hacia atrás—. Yo me encargaré.

Juliana apretó los puños con impotencia, pero obedeció a Cormac. Augusto trataba de bloquear desesperadamente a sus enemigos con su espada, pero la fuerza y pericia de los soldados eran demasiado para él. Cormac se acercó por detrás de los atacantes, pero en vez de desafiarlos con su espada, tuvo una idea mejor: en un movimiento rápido e inesperado para los guardias, tomó la muñeca de uno de ellos y proyectó de lleno todas las memorias de su vasta mente de una vez. El soldado dio un grito, soltando su espada, cayendo de rodillas y agarrándose la cabeza. Su compañero, en vez de ir en su auxilio o tratar de contrarrestar a Cormac, se ensañó aun más con Augusto, obligándolo a retroceder y haciéndole perder el balance. Augusto cayó al suelo de espaldas, y con una sonrisa de triunfo, el soldado levantó su espada para clavársela en el pecho al muchacho. Justo entonces, el soldado escuchó el sonido próximo de unos cascos galopando hacia él. Al darse vuelta, vio que eran una mujer y un hombre, montando otro de esos unicornios, que se acercaban rápidamente. El soldado se volvió hacia Augusto para terminar su trabajo, pero la espada nunca bajó, pues la mujer que montaba el unicornio le lanzó un puñal desde su montura, con tal precisión, que se le clavó en la nuca, matándolo al instante.

Ana y Akir desmontaron y corrieron hacia Augusto, mientras Juliana corría también hacia él desde el otro lado.

—¿Estás bien?— le preguntaron Ana y Juliana a Augusto, casi al unísono.

—Bien— respiró por fin el asustado Augusto.

Ana levantó la vista y vio que quedaba un soldado más, sentado en el suelo. Sin perder un instante, corrió hacia él y le apoyó otro de sus puñales en el cuello.

—Si te mueves...— comenzó a amenazarlo, pero entonces, se dio cuenta de que el soldado estaba encadenado y tenía una mordaza cubriéndole la boca. Desconcertada, lo observó mejor, y sus ojos se abrieron sorprendidos al reconocerlo:

—¡¿Randy?!

Ana le quitó rápidamente la mordaza y lo abrazó con fuerza.

—Pero... ¿Qué estás haciendo aquí?— le preguntó ella—. ¡Y vestido como un soldado de Colportor! ¡Pude haberte matado!




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