La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

OCTAVA PARTE: Mancomunados - CAPÍTULO 139

Filstin puso la carta sobre la mesa:

—Lo hiciste, muchacho. Todavía no entiendo cómo, pero lo lograste— le palmeó la espalda a Franz. Habían pasado tres días desde la captura de Dresden.

Franz tomó la carta y la leyó. Su rostro se iluminó con alivio. La carta era de Leber, el mayordomo de su padre. Le comunicaba que la noticia de la rendición de Dresden y su encarcelamiento había desbandado a los destacamentos del caído rey, y los pocos que aun lo seguían habían sido capturados y puestos en las mazmorras de Vianney y de Filstin. Su padre estaba bien, Dresden no se había atrevido a tocarlo. Nadie sabía dónde estaba Overkin, y ante su ausencia, Tiresias había logrado expulsar a la gente del nefasto consejero real de su castillo.  Merkor y Kerredas venían en camino a Colportor para participar en la nueva política a seguir, y también Vianney llegaría pronto al palacio.

—¿Dónde está el héroe de Colportor?— preguntó Gloria, entrando a la habitación con una enorme sonrisa.

—Aquí lo tienes, y es todo tuyo— le respondió Filstin de buen humor.

Gloria le echó los brazos al cuello a Franz y lo besó en los labios.  Filstin salió discretamente de la habitación para dejarlos solos.

—No puedo creerlo— rió Gloria.

—Yo tampoco, pero parece que todo por fin se va a arreglar.

—No más vida clandestina, no más huir de las amenazas de ese maldito. Creo que este es el día más feliz de mi vida, Franz.

—Y vendrán muchos más, Gloria, cuando seas mi esposa— le respondió Franz, tomándola de las manos.

—¡Franz!— rió ella feliz—. ¿Estás seguro? ¿No se opondrá tu padre a que te cases con una sirvienta?

—No existe nadie en todo el universo que pueda hacerme cambiar de opinión, Gloria, excepto tú, claro, si decides no aceptarme. ¿Me aceptas, Gloria?

Ella lo tomó del rostro y lo besó con tal pasión que Franz casi se quedó sin aire.

—¿Responde eso tu pregunta?— le acarició ella el cabello.

—Creo que fuista clara, sí— sonrió él— ¿Cómo está tu madre?

—Muy bien ahora que todo salió bien y que Dresden está encerrado.

—Ya no podrá dañar a nadie más— asintió Franz.

Gloria se puso seria de pronto:

—Quiero encargarme de él antes de que se haga la reunión de los nobles, Franz.

—Gloria…— meneó él la cabeza.

—Tiene que ser por mi mano, así es como lo quiero. Me lo prometiste, Franz, me prometiste que me ayudarías a conseguir mi venganza.

—Sí, pero…

—Sin peros, Franz, Dresden debe pagar por lo que me hizo, es mi derecho ajusticiarlo. ¿Me acompañarás en esto?

Franz asintió, suspirando. Los dos salieron a la galería y comenzaron su decenso por las oscuras y húmedas escaleras que llevaban a las mazmorras. Al llegar a la sala de torturas, Gloria no pudo evitar sentir un escalofrío, pero respiró hondo y dirigió su mirada a la robusta mesa donde se exponían todas las herramientas de suplicio. Con una mano temblorosa, eligió las pinzas y luego un punzón afilado.

—Gloria, no tienes que hacer esto…— la tomó Franz del brazo.

—He esperado por esto mucho tiempo, Franz, no hay nadie en todo el universo que pueda hacerme cambiar de opinión.

Franz tragó saliva y no dijo nada. Gloria y Franz caminaron hasta el túnel donde estaban las celdas. Había dos guardias apostados en la de Dresden.

—Abran la celda— les dijo Gloria a los guardias—. Tengo una cita con el prisionero.

Los guardias miraron de reojo a Franz, y él les hizo una inclinación de cabeza, confirmando la orden de ella. Los guardias abrieron la celda con una enorme llave y empujaron la pesada puerta hacia adentro, revelando a un Dresden magullado, adolorido y acurrucado en un rincón. Sus muñecas y sus tobillos tenían grilletes con cadenas unidas a argollas de hierro en la pared. Apenas reaccionó al ver entrar a la pareja. Uno de los guardias colocó una antorcha en la pared para iluminar la celda. Gloria avanzó hacia el prisionero:

—¿Sabes quién soy?— le preguntó.

Dresden levantó la cabeza y dirigió su mirada a Gloria.

—¡Respóndeme!— le gritó ella—. ¿Sabes quién soy?

Los ojos de Dresden se abrieron desmesurados al reconocerla:

—No… no es posible— balbuceó, confundido.

—Intentaste matarme y no pudiste, intentaste humillarme y no pudiste, intentaste callarme y no pudiste, intentaste usarme y no pudiste, pero aunque salí airosa del martirio al que me sometiste durante años, no he olvidado. Lo único que me mantuvo con vida fue el sueño de algún día poder conseguir justicia. Ese día es hoy, Dresden, y la justicia viene por mi propia mano. Soy la jueza y la ejecutora de tu sentencia.

—¿Puedes hablar? ¿Cómo?— articuló Dresden.




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