La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

OCTAVA PARTE: Mancomunados - CAPÍTULO 147

—¿Cómo estás esta mañana?— preguntó Alaris a Avannon.

—¡Déjame en paz, Alaris!— le gritó el otro, enfurruñado, y se fue a tumbar en la cama roja.

—Como quieras— le dijo Alaris, poniéndose de pie y disponiéndose a salir de la habitación.

Llevaban tres días así: Alaris venía a la mañana a verlo, y Avannon lo echaba. Alaris se retiraba de la habitación sin insistir, y Avannon se quedaba solo por el resto del día en la habitación roja.

—¡Espera!— lo detuvo Avannon cuando Alaris ya tenía la mano en el picaporte de la puerta.

Alaris se volvió.

—¿Cuánto tiempo voy a estar aquí?— le preguntó Avannon.

—El necesario— le contestó su hermano con calma.

—¿El necesario? ¿Necesario para qué? ¿Para que me vuelva un santurrón idiota como tú? Eso nunca va a pasar, Alaris, no soy uno de tus pichones heridos a los que te encanta curar para que vuelvan a volar.

—Entonces ya tienes tu respuesta: estarás aquí por el resto de tu vida física— le contestó el otro sin alterarse en lo más mínimo.

—¿Entonces qué? ¿Vas a venir todas las mañanas a verme y a tratar de lavarme el cerebro?

—Te ofrezco mi ayuda, Av, cómo quieres tomarla depende de ti.

—Si quieres ayudarme, dile a Gov que venga y me saque este maldito grillete, y déjenme en paz los dos para que viva mi vida como me parezca— le retrucó Avannon.

—Tienes todo el derecho a vivir tu vida como te parezca, Av, siempre y cuando no dañes a otros en el proceso. Solo cuando pueda estar seguro de que así sucederá, serás liberado.

—Con tanta mojigatería, debiste ser Predicador en vez de Sanador— se mofó el otro.

—Sigues enojado por lo de Marga, ¿quieres hablarme de ella?— intentó Alaris.

—¿Y ahora qué? ¿Te haces el psicólogo? No voy a hablar de Marga contigo.

—Entonces, ¿con quién?

—¿Qué?

—¿Con quién quieres hablar de Marga?

—¡Ah! ¡Déjame ver…!— comenzó Avannon con sarcasmo—. ¡Ah, sí! ¿Por qué no me traes a ese maldito de Cormac para hablar con él de lo que le hizo a Marga? Será una conversación corta, pues todo lo que podrá hacer será gemir tratando de respirar mientras lo ahorco con mis propias manos.

—Veré si puedo arreglarlo— dijo Alaris—, pero no creo que Cormac acceda a hablar contigo, y desde luego, no vas a poder tocarlo.

Avannon lanzó una carcajada, pero Alaris hablaba muy en serio.

—¿Por qué haces esto, Alaris? ¿Por qué te interesa tanto reformarme?

—Eres mi hermano, ¿qué otra persona necesita más de mi ayuda?

—Alguien que en verdad quiera recibirla— le retrucó el otro—. Estoy seguro de que tienes cientos de adoradores esparcidos por todo el sur. He visto los altares, he visto a tus devotos de rodillas, encendiéndote velas, orando a tu imagen tallada en madera. Aun te recuerdan, hermano. ¿No te gustaría ser otra vez el benévolo dios Alaris? ¡Imagínate un regreso triunfal a Colportor! ¡Todos cantándote alabanzas! Y luego…

—¡Ya basta!— lo cortó Alaris.

—Bueno, bueno, parece que por fin logré alterarte un poco. Ya casi había creído que no tenías más sangre en las venas, hermano.

—Te veré mañana, Av— dijo Alaris poniéndose de pie y saliendo de la habitación sin más.

—No, hermano, no me verás— le murmuró Avannon a la puerta cerrada.

A la mañana siguiente, Alaris encontró a Avannon en un enorme charco de sangre. Se había rasgado las venas de los antebrazos con un borde filoso del grillete y se había acostado en la cama, boca arriba, a la espera de la muerte. Las sábanas estaban tan rojas como la madera de balmoral que había absorbido la vida de su hermano. Alaris corrió a socorrerlo, pero era demasiado tarde.

—Tanto dolor…— murmuró Alaris, cerrando los ojos de su hermano fallecido—. ¿Por qué no te dejaste ayudar? Esto no era necesario…— suspiró.

Alaris se enjugó una lágrima y fue en busca de Govannon.

—Nunca pensé que fuera capaz de esto— dijo Govannon al ver el cuerpo inerte de su hermano—. Siempre me pareció que era el más fuerte de nosotros…

—Solo era una máscara, Gov— le respondió Alaris.

—Nunca pudo tener paz.

—Porque la buscó en los lugares equivocados.

Gov asintió, ensimismado.

—Hubo un tiempo en que pensé que su muerte me daría alivio, me liberaría del miedo de sus amenazas constantes, pero ahora, no sé…

—Hace tiempo que el miedo ya no te persigue, Gov— le apoyó una mano en la espalda Alaris—. Si no, no estarías aquí hoy, en tu palacio, con tus amigos. Ojalá Av hubiese podido alcanzar el lugar que tú has alcanzado.




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