La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

OCTAVA PARTE: Mancomunados - CAPÍTULO 162

Lug se sentó sobre el verde césped y apoyó su espalda contra un árbol. Aspiró el aire cálido del mediodía y cerró los ojos por un momento, escuchando el ruido del agua corriendo en un arroyo cercano. Los unicornios retozaban a unos metros bajo el brillante sol.

—¿Tienes hambre?— le preguntó Dana, revolviendo los contenidos de su mochila.

—Algo refrescante estaría bien— contestó Lug con los ojos aun cerrados.

Ella le lanzó una naranja y él la atrapó en el aire sin verla.

—Debes enseñarme ese truco— sonrió ella.

—Te enseñaré todos los trucos que quieras— respondió él, pelando la naranja—. Ven— la invitó—, siéntate conmigo. Tenemos un buen rato hasta que Gio y Luca vuelvan de la aldea con sus familias.

Dana se sentó junto a él, y él pasó un brazo por sobre sus hombros, apretándola contra él. Ella apoyó su cabeza en el pecho de él, disfrutando su contacto y el olor de la naranja. Los dos descansaron tranquilos en las afueras de una de las aldeas de los territorios de Vianney. Gio y Luca les habían pedido que los esperaran allí mientras iban por sus familias. Aparentemente, los extraños no eran bien vistos en la aldea y menos si venían montados en unicornios, pues la gente del pueblo era en extremo supersticiosa, y Luca y Gio no estaban seguros de cómo tomarían el hecho de llegar en compañía de animales sobrenaturales. Lug y Dana habían aceptado esperarlos en aquella fresca arboleda, pero Viño había insistido en acompañarlos a la aldea.

Lug desprendió un gajo de su naranja y lo introdujo en la boca de su esposa.

—Hace mucho que no teníamos un momento así— suspiró ella, aun con la cabeza apoyada en él.

Él solo sonrió y le acarició el cabello.

Unos gritos interrumpieron el idílico momento.

—¿Qué…?— comenzó Dana, separándose de Lug.

Parecían gritos de niños, pero no eran exactamente gritos de júbilo desprendidos de la algarabía del juego infantil.

Lug se puso de pie de un salto. Se colocó con rapidez la espada que descansaba a su lado, junto al árbol, arrojó el resto de la naranja al suelo, y comenzó a correr hacia los gritos. Dana lo siguió de cerca. Treparon por una suave colina, y al llegar a la parte más alta, Lug le hizo señas a Dana para que se agachara. Tirados boca abajo sobre el césped, los dos se asomaron y vieron la incomprensible escena de horror del otro lado de la hondonada. Diez niños de no más de diez años habían acorralado a otro pequeño en el centro. Le gritaban insultos, y pronto comenzaron a tirarle piedras. Lug y Dana observaron consternados que el niño del centro tenía las manos atadas a la espalda y no podía usarlas para resguardarse de los piedrazos. En segundos, el niño cayó al suelo al ser golpeado en la cabeza. Los demás se enardecieron aun más al verlo caído y siguieron arrojándole todo lo que encontraban. Aquello no era un juego, era una lapidación.

—¡Van a matarlo!— gritó Dana, poniéndose de pie.

Lug la imitó, y los dos bajaron corriendo hacia el valle.

—¡Hey! ¡Basta! ¿Qué están haciendo? ¡Deténganse!— les gritó Lug a los niños, corriendo colina abajo.

Uno de ellos se volvió hacia Lug por un momento, pero no hizo ningún caso a sus palabras y arrojó una roca que aterrizó con fuerza en la espalda de la víctima. El niño atacado apenas gimió, hecho un ovillo en el suelo, sus ropas ensangrentadas.

—¡Ya basta!— les gritó Dana.

—Es hasta la muerte— dijo otro de los niños que parecía ser un poco mayor que los demás.

Cuando por fin llegó a la escena, Lug desenvainó su espada y les gruñó:

—Si no se detienen ahora mismo…— los amenazó, apuntándoles con la espada.

Los niños se amedrentaron y arrojaron el resto de sus piedras al suelo.

—Está condenado— explicó el niño que había hablado antes. Parecía ser el jefe de la pandilla.

—Está bajo mi protección— le retrucó Lug—. Lo que significa que cualquiera que se le acerque será atravesado por mi espada.

—Usted es un extranjero, no tiene derecho a interferir. Mi padre sabrá de esto— lo amenazó el jefe del grupo.

—Bien, dile a tu padre que venga a explicarme esta atrocidad— lo desafió Lug.

—Vamos— le dijo el niño jefe a los demás—. Mi padre arreglará esto.

Con miradas de odio hacia los dos extranjeros, los niños se alejaron lentamente, en silencio.

Dana corrió hacia el niño lastimado. Cortó sus ataduras con su puñal y lo alzó en brazos. No parecía tener más de siete años. Le corría sangre por el rostro, mezclada con lágrimas.

—Tranquilo, estás a salvo con nosotros— lo calmó Dana.

Lug estuvo a punto de envainar su espada, pero al ver a un hombre fornido que portaba una horquilla a modo de arma acercándose desde el norte del valle, lo pensó mejor. El hombre iba directo hacia Dana y el niño herido. Lug se interpuso, la espada en alto.




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