La Constante Oculta de Roma

Capítulo 7: La Carga de Samuel

Samuel

El motor del coche rugía, una banda sonora de nuestra derrota. Las calles de Roma estaban casi vacías, solo unos pocos gatos callejeros y farolas anaranjadas eran testigos de nuestro regreso al Instituto. Llevábamos el cuerpo del empresario, envuelto, y la nueva pieza de Mármol Porphyry en una bolsa de evidencias.

Victoria iba a mi lado, mirando fijamente la luna gibosa que colgaba sobre el Panteón. Su silencio no era el de la frustración, sino el de la introspección pura, de una mente que reajustaba su ecuación después de un error crítico. Deseaba su ira, su reproche. Su silencio me hacía sentir peor que cualquier grito.

Culpa. La palabra se repetía en mi mente con la frecuencia de una onda letal. Mi fracaso era un punto negro en mi expediente, una mancha de asimetría que no podía borrar. Fui entrenado para la previsión, para el protocolo. Fui tras la distracción porque mi instinto me gritó "fuego", cuando mi razón, la que Victoria había ayudado a liberar, debía haberme gritado "patrón".

—El Teólogo usó mi orden contra mí —murmuré, más para mí que para ella. No me había permitido hablar desde que subimos al coche.

Victoria se giró, y su rostro, iluminado débilmente por la luz del salpicadero, era serio, pero no duro.

—No es tu orden, Samuel. Es tu humanidad —su voz era suave, resonante—. Viste un posible peligro y reaccionaste para protegernos. Él sabía que harías eso. El Teólogo no es solo un historiador; es un psicólogo que capitaliza el miedo y el protocolo.

—Pero te dejé sola en el momento crucial. Y él se escapó. Lo vi… lo vi y fue por mi error que lo dejamos ir. Si hubiera estado allí, podríamos haber...

—No lo sabemos, Samuel. Podríamos haber muerto, ambos —me interrumpió, su tono firme. Estiró la mano y, con una lentitud que me permitió asimilar el gesto, tocó mi antebrazo. Era la primera vez que su contacto era consuelo, no una directriz profesional—. El Teólogo nos superó con engaño, no con fuerza.

Su toque era un ancla. Me obligó a respirar, a soltar la tensión que mantenía mis hombros tan tensos que dolían. Retiré mi mano del volante solo por un segundo para ajustarme en el asiento, una necesidad de romper la rigidez.

—Estuve en las Fuerzas de Operaciones Especiales españolas durante ocho años antes de venir al Vaticano —dije, sintiendo la necesidad repentina de confesar. Era la primera vez que le contaba mi pasado a alguien en el Instituto, fuera de los canales oficiales—. En mi última misión, en el Sahel, mis coordenadas erróneas costaron dos vidas. Mi disciplina me salvó de mí mismo, me dio esta fachada de agente perfecto. Pero la fachada es lo que nos hizo fallar esta noche.

Ella no apartó la mano. Sus ojos grises, profundos como los del mármol Pietra Nera, me observaron sin juzgar. Solo había comprensión.

—Yo me uní al CERN después de que mi prometido, también físico, murió en un accidente de laboratorio. Una simple falla en un sensor de temperatura —reveló, su voz apenas un susurro que desafió el vacío del coche—. Me encerré en los patrones y los números, Samuel. En la física pura, donde no hay variables emocionales. La física es mi armadura, igual que el protocolo es la tuya.

Asimilé la simetría de nuestra cicatriz. Los dos huíamos del caos del error buscando refugio en la perfección.

—Entonces somos dos armaduras corriendo juntas por Roma —dije, y una nueva sonrisa, menos militar y más cálida, me salió sin forzarla.

Victoria sonrió de vuelta, un brillo melancólico en sus ojos.

—Mi vida en Ginebra es predecible, ordenada. Llego a las 7:00, me voy a las 18:00. Las variables son las partículas de Higgs, no el tiempo de una bomba. ¿Y la tuya, Samuel? ¿Hay algo detrás de los mapas del Vaticano?

Bajé la velocidad al acercarnos a la Vía della Conciliazione. La pregunta era simple, pero atravesaba capas de protocolo autoimpuesto.

—Me gusta el fútbol, el Real Madrid, aunque no lo parezca —respondí, el sonido de las palabras se sentía extrañamente liberador—. No salgo mucho, pero me gusta cocinar. La cocina es la única parte de mi vida donde tolero el desorden controlado. Y me gusta la música clásica. Es el único tipo de simetría que no me exige.

Victoria rió suavemente, un sonido que resonó con la melodía de fondo en la radio, música de cámara que había puesto sin darme cuenta.

—Cocinas, fútbol, y tienes a Mozart sonando a las dos de la mañana después de que un asesino nos diera esquinazo —dijo, la burla amistosa era un puente entre nosotros—. Eres mucho más interesante que un Agente de Luque.

El coche se detuvo frente al Instituto. Habíamos perdido, pero habíamos ganado algo más valioso: la confianza. En el silencio del regreso, la máscara se había resquebrajado, y ahora, en lugar de dos profesionales separados, éramos Samuel y Victoria, dos personas con cicatrices, listas para enfrentar la próxima jugada del Teólogo.

—Victoria —dije, sin el título, abriendo la puerta y devolviéndole la mirada—. Vamos a encontrar un patrón en esa Ira que nadie más vea. Solo tú y yo.

El mármol Porphyry y su mensaje de Ira esperaban en el laboratorio.



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En el texto hay: accion, aventura, vaticano

Editado: 27.10.2025

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