Victoria
Palazzo di Giustizia, Roma. 04:55 AM.
El vehículo blindado se detuvo con un chirrido controlado a la sombra del Palazzo. La fachada neobarroca, que debía representar la majestad de la Ley, ahora parecía un mausoleo sombrío. Salté del asiento y mi sensor, un pequeño aparato que medía las frecuencias sónicas residuales del Mármol Porphyry, emitió un pitido grave e inconfundible.
—Samuel—, susurré al comunicador, conteniendo la respiración. —El pico de frecuencia ya pasó. La ejecución ha terminado. Llegamos... tarde.
Había un silencio tenso del otro lado. Él estaba cerca, lo sabía, y estaba conteniendo la orden de avanzar.
—Teólogo completó su objetivo. Evacúo el área.
—No. Hay que entrar, evaluar la escena y buscar rastros—, respondí, mi voz era un hilo de alambre tenso. —El dispositivo sónico es de corto alcance. Debió estar aquí, o muy cerca. Si ya ha terminado, el riesgo activo es bajo—.
Me moví hacia el punto de entrada que había identificado: una pequeña puerta de servicio olvidada junto al Tíber. La adrenalina era un estallido frío en mis venas, pero mis movimientos eran perfectos. Prevención había fallado; ahora comenzaba la fase de caza.
Deslicé la mano por la madera pesada, el frío del metal se coló por mis guantes. No había cerraduras electrónicas. El Teólogo no temía la seguridad; estaba atacando una institución, no a sus guardias.
Abrí la puerta unos pocos centímetros y el hedor a ozono quemado y metal caliente me llegó. Esto no era normal, ni siquiera después de una descarga de alta frecuencia. Había un silencio antinatural.
Entré en el vestíbulo, mis botas de combate silenciadas por la alfombra de mármol. El espacio era vasto, oscuro, lleno de columnas de Porphyry. Sentí una punzada de malestar. Un cazador experimentado no deja una escena de crimen sin rastro, pero tampoco deja un flanco expuesto. Esto era demasiado limpio.
Di un paso. Mi peso recayó sobre una losa de mármol que, quizás, había sido colocada hace siglos.
En el instante exacto en que mi cerebro registró la vibración mínima bajo la suela de mi bota, comprendí la verdad: el Teólogo no había huido. Había dejado una despedida.
Mi cuerpo reaccionó. Un grito mudo de alarma se ahogó en mi garganta, y mi peso se lanzó hacia atrás en un movimiento desesperado. Pero la física es implacable. El mecanismo había sido activado.
El mundo se volvió un ruido blanco hiriente, y luego, solamente... polvo.
Samuel
Palazzo di Giustizia, Roma. 04:56 AM.
El sonido de Victoria afirmando el fracaso se había apagado en el comunicador. Yo estaba a cien metros, moviéndome en un avance táctico lento, todavía luchando contra el instinto de embestir.
La vi entrar. Era solo una silueta oscura en la puerta, moviéndose con esa gracia letal que solo ella poseía. Estaba operando bajo la suposición de que el peligro activo había cesado, y mi mente militar ya estaba gritando la objeción: Error de evaluación. Enemigo astuto. ¡Revisa el punto ciego!
Mi mano se levantó para ordenar que se retirara, pero antes de que pudiera liberar el código de voz, el flash me cegó.
No fue el Porphyry. Fue una luz amarilla-naranja-blanca, cegadora y brutal, seguida por un rugido sordo, el sonido de explosión de fragmentación contenida en un espacio cerrado.
La onda de choque me golpeó, no con fuerza, sino con la familiaridad de un trauma. El olor a polvo de cal, a metal quemado y a cordita invadió el aire. Mis oídos zumbaron con el eco de un estallido que no era nuevo, sino repetido.
Kandahar. La aldea destruida. El momento en que la comunicación se cortó y el informe de bajas se confirmó. Mi mente, que había pasado años sellando el dolor con protocolo y disciplina, se rompió.
Victoria. Ella estaba allí hace un segundo. Una presencia firme, la única persona que había visto a través de la armadura que yo vestía. Y ahora solo había una columna ascendente de humo blanco y fragmentos de mármol púrpura lloviendo como granizo.
—¡No!
El grito salió de mi pecho como un proyectil. Ya no era el agente entrenado, era el hombre que estaba reviviendo el fracaso de proteger lo que era vital. Mi visión periférica se centró en la entrada destruida, ignorando el dolor punzante en mis rodillas por la carrera. Mi respiración se volvió errática, el aire se había ido.
—Victoria, responde. ¡Victoria!—, Grité al comunicador, golpeándolo repetidamente, aunque sabía que, si el explosivo era serio, el receptor de su auricular estaría pulverizado.
Llegué al borde de la entrada, que ahora era una masa humeante de piedra rota y vigas dobladas. Empujé un trozo de columna de Porphyry hacia un lado, mis manos raspadas e ignorando el dolor. El interior era una oscuridad ahogada por el polvo.
—¡Si estás allí, haz un ruido! ¡Mueve algo! ¡Maldita sea!
El silencio. Un silencio más aterrador que cualquier grito de batalla. Era el silencio de la confirmación.
Me arrodillé junto a los escombros, el corazón latiendo descontroladamente, mi mente militar en colapso total. El Teólogo no solo había ejecutado a su víctima, nos había ejecutado a nosotros. Había usado el imperativo de la ira para sacar a Victoria de su zona de seguridad, y había usado la conexión personal para anular mi propia disciplina.
Victoria había desaparecido. El polvo se asentó lentamente, sin revelar nada más que la sombra profunda de un vacío.