La Constante Oculta de Roma

Capítulo 11: El Costo del Rescate

Samuel

El aire seguía hirviendo. Después del estruendo sordo y conciso, solo quedaba el silbido de los escombros al asentarse y ese insoportable aroma a nitrocelulosa. Mi mente, que había operado con la fría eficiencia de una máquina de guerra durante veinte años, había sufrido un cortocircuito total. Había un vacío absoluto donde antes existía la disciplina. Solo había pánico.

Me arrodillé junto a la humeante masa de mampostería colapsada, usando las manos desnudas para remover fragmentos de mármol que antes fueron columnas. El miedo que sentí al ver el flash no era profesional. No era el temor a un fallo de misión o a una herida en el campo. Era la horrible, personalizada certeza de la pérdida. En ese instante, supe que no podía permitirme perderla. Y en esa revelación, el control que ejercía sobre mi vida se desmoronó.

Grité su nombre una vez más, la voz ahora áspera. Me arrastré por el agujero recién creado. El vestíbulo interior era una pesadilla de polvo flotante y sombras. Un fragmento de columna había caído, y a su lado, inmóvil, estaba ella.

Victoria.

Estaba tendida boca abajo, cubierta de polvo blanco hasta el punto de parecer una estatua malformada. No había sangre visible, no había gritos. El explosivo debió ser una carga concusiva y dirigida, diseñada para desorientar y dejar un mensaje, no para matar a sangre fría. O tal vez, mi mente buscaba desesperadamente una explicación lógica para un milagro ilógico.

Me apresuré hacia ella. El latido en mi pecho, que se había desbocado, se detuvo, esperando la confirmación. A mi lado, el auricular de su comunicador estaba aplastado, de ahí el silencio. Con extremo cuidado, la giré sobre su espalda.

Estaba inconsciente. Su rostro, normalmente enmarcado por una expresión de implacable inteligencia, estaba pálido, y su cabello oscuro estaba enmarañado con polvo y ceniza. Pero su pecho subía y bajaba en un ritmo superficial pero constante. Viva.

El alivio fue tan violento que casi me hizo vomitar. Me apoyé en las rodillas temblorosas, respirando con dificultad el aire envenenado. Esta reacción, este fracaso físico y emocional, era inaceptable. Nunca había reaccionado así a la supervivencia de un compañero. Con un compañero, habría sido un asentimiento y un regreso inmediato al protocolo.

Pero Victoria no era un compañero.

La levanté, colocándola con cuidado en mis brazos. Era sorprendentemente ligera bajo el equipo. El contacto era íntimo, necesario. Sentí el calor de su cuerpo a través de su traje táctico y, por primera vez, no pensé en ella como un activo o una colega, sino como alguien a quien había temido perder.

Mientras la llevaba a toda prisa de regreso al vehículo de evacuación, mi mente, aún tratando de retomar el control, comenzó un análisis de daños.

El Teólogo logró su objetivo. Misión fallida. El trauma de Kandahar se reactivó ante el estruendo. Mi ritmo cardíaco alcanzó...

Y luego, la pregunta que no pude formular en términos militares: ¿Por qué el pensamiento de no volver a ver a Victoria me ha roto la disciplina de veinte años? ¿Por qué la posibilidad de su muerte me ha infundido un miedo que no conocía?

La respuesta era una sospecha silenciosa, una idea peligrosa que había anidado en el rincón más frío de mi mente: esto era personal. Era una atracción que iba más allá del respeto profesional. Era la amenaza de un vínculo, el más grande y destructivo de todos los riesgos. Lo sentí en la forma en que su cabeza se inclinaba cómodamente contra mi hombro, en la necesidad primitiva de mantenerla a salvo.

Llegamos al coche y la coloqué con cuidado en el asiento trasero.

—Jake, código 'Cuidado de Ángeles'. Palazzo di Giustizia. Máxima velocidad. Concusión posible.

La voz de Jake llegó de inmediato, tensa pero eficiente.

—Recibido, Samuel. Me encargaré de la evaluación médica de inmediato. ¿Algún rastro del Teólogo?—

La mención del Teólogo me devolvió a la realidad operativa. Necesitaba un ancla.

—Encontraré el rastro. Prepárate para el análisis forense del vestíbulo—, respondí, mi voz recuperando artificialmente su habitual tono cortante.

En el refugio, la entregué a Jake, que comenzó a revisarla con una linterna y su equipo médico. Suspiré. Victoria estaba en manos capaces.

Me obligué a ir a la mesa de trabajo. Sobre el mapa de Roma, descansaba la única evidencia que encontramos en el caos: un pequeño fragmento de papel quemado que había atrapado en el bolsillo trasero de Victoria.

Lo abrí. Era un dibujo rápido, casi infantil, de dos figuras enfrentadas. No había mensaje de texto, solo una inscripción latina: Lussuria.” (Lujuria).

El quinto círculo, el siguiente pecado.

Traté de concentrarme en el mapa, en la siguiente ubicación lógica, en la logística de rastrear a un asesino que usaba la arquitectura de Dante. Pero mis ojos seguían desviándose hacia el rincón. Hacia la figura inmóvil de Victoria, bajo la atenta mirada de Jake.

Mi mente regresaba una y otra vez al momento de la explosión. No a la explosión, sino al vacío que sentí cuando pensé que la había perdido. Ese vacío era más real, más aterrador que cualquier herida de combate. Era el reconocimiento de que mi vida, cuidadosamente construida sobre el hielo de la soledad, se había calentado, y ahora amenazaba con romperse por completo.

Me froté la cara, sintiendo el polvo. Control. Protocolo. Pero el control era una mentira, y el protocolo estaba roto. La única certeza era el pecado de la Lujuria, y el recuerdo persistente del peso de Victoria en mis brazos.

¿Podría un hombre como yo, un hombre hecho de acero y secreto, permitirse siquiera un atisbo de algo tan destructivo como la atracción?



#586 en Thriller
#270 en Misterio
#421 en Detective

En el texto hay: accion, aventura, vaticano

Editado: 27.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.