Victoria
El silencio no era un vacío, era una mentira.
Debajo de la capa tibia y algodonosa de la inconsciencia, la onda de sonido no se detenía. Era un trueno blanco, una presión sorda que aplastaba los tímpanos y se instalaba en la base del cráneo, obligándola a revivir el instante exacto en que la luz se había consumido en el garaje de Bruselas.
Marcus. Estás a punto de subir al coche. No te ates las agujetas.
Intentaba gritar, advertirle, pero su garganta estaba llena de polvo y escombros. Sentía el sabor a ozono y a metal quemado. La memoria no era una imagen, era una experiencia sensorial completa y brutal. Su cuerpo era solo un espectador inútil en medio del caos.
Luego, un sonido extraño comenzó a filtrarse a través del ruido. Un eco profundo, grave, que intentaba imponerse al trueno blanco. No entendía las palabras, eran un murmullo de preocupación y frustración. Reconoció la vibración, la firmeza de la voz, la misma que la había guiado a través de los edificios en llamas y que siempre se había mantenido imperturbable.
Samuel.
El nombre era un ancla, pero el ruido era una ola. La ola la golpeó contra el pilar de hormigón. El dolor físico era simulado, pero el emocional era real: la culpa, el fracaso de su física predictiva para calcular ese punto ciego.
No podía soportar más el sonido. Si tan solo pudiera escapar del ruido...
Se incorporó de golpe, con los pulmones vacíos de oxígeno y llenos de un grito puro y animal que brotó desde la raíz de su alma. Sus manos subieron instintivamente para proteger su cabeza de la explosión que ya había ocurrido hacía once años.
—¡El coche! ¡Marcus, el coche!
Samuel
El grito de Victoria no sonó a dolor físico, sino a rendición absoluta. Era el sonido de alguien que había roto sus cadenas internas y se enfrentaba a un fantasma.
Jake y yo corrimos. Al verla, sentada en la camilla con los ojos desorbitados y temblando como si estuviera expuesta a la intemperie, la fachada del agente Samuel se hizo añicos.
La máscara se deslizó. No era una pieza de ajedrez en una misión, era una mujer aterrorizada, destrozada por una repetición que yo había permitido. La historia de Jake resonó en mi cabeza, dándole un peso inhumano a cada una de sus convulsiones.
—¡Victoria!— grité, mi voz de mando completamente inútil.
Mi mente militar, entrenada para resolver problemas, estaba en blanco. No había un protocolo para esto. ¿Inmovilizar? No. ¿Sedación? Innecesario. El pánico que sentía por ella era tan abrumador que me hizo olvidar mi propia existencia. Lo único que importaba era detener el temblor, cerrar la herida que Jake acababa de exponer.
Me arrodillé junto al catre. Jake se detuvo, dándome espacio, leyendo en mi rostro el caos que se había desatado.
Samuel, el hombre que creía en la distancia emocional como única garantía de supervivencia, se inclinó hacia adelante. Ignoré la formación, ignoré el peligro de una reacción errática, ignoré mi propia aversión al contacto.
La rodeé con mis brazos, un acto que nunca, jamás, había anticipado. La sostuve con firmeza, un ancla en su tormenta, sintiendo la delgadez frágil de sus hombros bajo el tejido de la bata. La presioné contra el chaleco táctico que aún llevaba puesto.
—Estás aquí, Victoria—, susurré, sintiendo la vibración de su terror. No era una orden, era una simple afirmación. —Estás aquí. En la base. Estás a salvo. Escúchame. El coche no está. La explosión ya pasó.
Hundí mi rostro en su cabello polvoriento. Mantuve la presión, transfiriéndole mi propia estabilidad, forzando la realidad de mi cuerpo contra el caos de su mente.
Ella gimió, un sonido que pasó de ser un grito a un lamento ahogado, y se aferró a mi uniforme con una fuerza desesperada. Sus uñas rasparon la tela, pero no lo sentí. Sentí el pulso rápido de su cuello contra mi mandíbula. Por primera vez en años, mi corazón no latía solo para cumplir el protocolo, sino para sostener el de otra persona.
Lentamente, el temblor se redujo. Los sollozos se hicieron silencios. Victoria no se movió, acurrucada, usando el peso de mi cuerpo como prueba de que la onda expansiva había terminado.
Nos quedamos así por un largo momento. Dos supervivientes de detonaciones pasadas, encontrados en el silencio de un búnker, aferrados el uno al otro.
Jake carraspeó suavemente, rompiendo el hechizo. —Se está calmando, Samuel. Funcionó—.
Me separé muy despacio, sintiendo la abrupta pérdida de calor y el retorno de la conciencia. Había roto todas las reglas que me gobernaban. Había cruzado una línea que nunca podría cruzar de nuevo. Pero Victoria estaba en calma, con la respiración entrecortada, pero viva y presente.
Victoria me miró. Sus ojos, todavía húmedos de terror, se encontraron con los míos. Ya no eran los ojos de la analista de hielo; eran los de una persona que acababa de ser salvada, y que había visto la desnudez de mi pánico.
—Yo...—, susurró, y se interrumpió, sintiéndose avergonzada de su vulnerabilidad. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se enderezó, tratando de rearmar la armadura que el trauma había perforado. —Yo lo siento—.
—No hay nada que sentir—, respondí, mi voz era más grave de lo habitual. Me levanté, sintiendo un extraño desequilibrio. Me obligué a recuperar la fachada, pero ahora era solo una máscara de seda. —Ahora dime. ¿Cómo está tu cabeza? ¿Recuerdas algo de la trampa?