Victoria
La Galería Borghese era una fortaleza de belleza y codicia, envuelta en la noche romana. La bóveda subterránea, nuestro nuevo objetivo, era accesible solo para un grupo exclusivo que asistía a una subasta privada de "arte recuperado". Nosotros no estábamos en la lista.
—Lo tengo claro, Samuel—, susurré mientras nos deteníamos a unos metros de la entrada principal, ajustándome el brazalete que ocultaba un micro-escáner. —¿Pareja de coleccionistas de élite. Distantes, pero poseídos por una conexión intelectual. Mucho dinero, poco protocolo.
—No vamos a ser distantes, Victoria—, me corrigió Samuel, su mano se posó en mi cintura con una familiaridad que no me permitió calcular. Su tacto, después de las confesiones en el coche, ya no se sentía como una táctica, sino como una extensión de su confianza. —Una pareja que gasta millones en secreto no es distante. Están consumidos por la posesión, mutua y material. Actuamos con pasión contenida. ¿Entendido?
Asentí, mi respiración superficial.
—¿Y la pasión contenida es parte del protocolo ahora?
Una media sonrisa se dibujó en su boca.
—Una enmienda temporal. Vamos.
Entramos. Los guardias, más enfocados en la opulencia que en la amenaza, apenas nos miraron. Nos sumergimos en un mar de seda, diamantes y murmullos italianos. Samuel se movía con una gracia depredadora, hablándome en voz baja sobre la historia de las piezas de mármol que adornaban el vestíbulo.
—El Teólogo ama la historia, Victoria. Está usando su arquitectura. La Borghese era originalmente la Villa de la Lujuria para un cardenal—, me explicó, su aliento cálido en mi oído.
—Lo sé. Es un desafío—, respondí, forzándome a enfocarme en la amenaza y no en el hombre tan peligrosamente cerca.
La entrada a la bóveda estaba camuflada detrás de una estantería de libros antiguos. Tuvimos que esperar a que una pareja saliera para poder escanear el acceso. Samuel me tomó la mano y la sostuvo con firmeza. La presión de su pulgar en mis nudillos era un ancla en ese ambiente vertiginoso.
—Estás increíble—, me susurró, el cumplido cruzando claramente la línea de la actuación.
—Gracias—, logré decir, sintiendo cómo se me subía el calor al rostro. —Tú no estás tan mal.
El escáner del brazalete hizo su trabajo. Nos deslizamos a la bóveda: un espacio frío, circular, iluminado por vitrinas de cristal. En el centro, una mesa redonda de ébano con documentos y, de pie junto a ella, un hombre.
El Teólogo.
Mi mundo se detuvo. No era un hombre con capa, sino un financiero de mediana edad, bien vestido, con una elegancia reservada que gritaba poder silencioso.
—Victoria, a la izquierda—, me indicó Samuel, su voz baja y tensa.
Pero mi mirada se clavó en su mano derecha. El anillo, que había visto en los planos de la A.S.A., una antigüedad de oro y zafiro, brillaba bajo la luz de la vitrina. ¡Era él!
—Es él, Samuel—, dije con un siseo, acercándome un poco más.
En ese mismo instante, el Teólogo levantó la vista y sus ojos se posaron en nosotros. No había pánico en su rostro, solo una leve, perturbadora sonrisa de reconocimiento. Él nos había visto. O peor: nos estaba esperando.
Había que desaparecer, fusionarse con la escenografía. Nos quedamos en campo abierto. Detrás de él, dos guardias se movían.
—Nos vio. Necesitamos crear un punto ciego, ahora—, escupí, la adrenalina quemándome.
Samuel no dudó. Con una velocidad instintiva que me tomó por sorpresa, me agarró del rostro, su mano cálida y firme en mi mejilla, y tiró de mí hacia él.
—Ahora—, fue todo lo que dijo, y sus labios cubrieron los míos.
No fue el beso torpe de un simulacro, ni el beso violento del pánico. Fue una explosión. Un acto desesperado de supervivencia que borró todo protocolo, toda distancia autoimpuesta, toda regla. La confesión de vulnerabilidad en el coche se convirtió en una verdad ineludible. Sentí el sabor de la menta, la urgencia de su respiración y, por un segundo, olvidé el anillo, el Teólogo, y el tiempo restante. Me aferré a él, devolviéndole la necesidad, la tensión acumulada.
Cuando nos separamos, fue solo un centímetro. Los ojos de Samuel eran un fuego oscuro. Susurró, su voz ronca:
—¡La bóveda!.
Habíamos pasado. El Teólogo había desviado la mirada, asumiendo que éramos solo otra pareja de la élite consumida por su propio drama en un rincón.
Nos dirigimos a la mesa, fingiendo una discusión acalorada. Pero el Teólogo ya no estaba. En su lugar, sobre la mesa de ébano, había un objeto: una caja de madera antigua.
—Maldita sea—, murmuró Samuel, frustrado.
—No. Lo hizo a propósito—, dije, mi boca todavía hormigueando. —Quería que lo viéramos. Quería darnos una opción—.
La caja no contenía el arma biológica, sino una nota y una llave con un monograma.
Antes de que pudiéramos leer la nota, se escuchó un grito ahogado proveniente del vestíbulo.
—¡Es la detonación!—
Corrimos. El grito venía de la zona de los libros antiguos. La pareja que había salido antes de que entráramos, la que había abierto la puerta por nosotros, yacía en el suelo. El hombre estaba muerto, con un pequeño corte pulcro en el cuello. La mujer, que había gritado, nos miraba con terror.
—Lo siento, Victoria—, dijo Samuel, con genuino dolor. No pudimos evitar esta muerte.
Mientras los guardias se acercaban, Samuel me empujó hacia atrás, cubriéndome.
—Rápido. La llave y el monograma—, me ordenó.
Abrí la caja. La nota era concisa:
La Avaricia se exhibe. Pregúntale a aquel cuyo apellido significa "del cielo".
T = 6:15:00
El monograma en la llave era una "V" coronada. Samuel me escaneó con una mirada intensa y luego se comunicó a través de su auricular.
—Jake, tenemos un problema y una pista. Salimos en dos minutos. El coche en el Callejón 12—.