Samuel
El Vaticano no era solo mi lugar de trabajo; era mi santuario. Vestir el uniforme de gala de la Guardia Suiza, incluso por un instante para conseguir la cita con el Coronel Schmidt, era un recordatorio del juramento de protección que hice. Pero hoy, ese juramento se sentía secundario a mi otro deber: proteger a Victoria.
—El Coronel no tiene la autoridad para abrir el Archivo Secreto—, le expliqué a Victoria en el pasillo, bajando la voz. —Pero nos consiguió una audiencia inmediata. Con Su Santidad.
Ella palideció. Yo mismo sentía un nudo en el pecho. No por el riesgo, sino por la vergüenza de presentar mi misión, mi caos, ante la máxima autoridad de la Iglesia.
Entramos al despacho. El Papa, sentado tras un escritorio pulcro y lleno de libros, nos recibió con una calma que me hizo sentir aún más la urgencia de nuestra situación.
Presenté el caso con mi protocolo habitual, usando términos neutrales: riesgo de colapso de la fe pública, arma financiera histórica, necesidad de acceso a registros genealógicos y de propiedades.
Cuando terminé, el Papa sonrió con gentileza, pero firmeza. —Lo siento, hijo. La Biblioteca Vaticana es para la historia y el conocimiento. No podemos violar el protocolo para una... caza de brujas—.
Mi mente se atascó. El tiempo se agotaba; la vida de miles de personas (y la de Victoria) dependía de lo que había en esos archivos. Mi Protocolo M.A.S.K. se rompió. No podía permitir que la dejaran fuera.
—Su Santidad—, me adelanté, y mi voz era áspera, sin la pulcritud militar que siempre mantengo. Me incliné hacia el escritorio, exponiéndome por completo. —Esta no es una cacería. Esta es una guerra contra la desesperación. Mire a Victoria. Ella lleva las marcas de lo que ocurre cuando el poder se vuelve avaricia. Esta misión es personal para ella, pero también es nuestra única oportunidad. Ella tiene la llave del acertijo. Yo, como su guardia, le aseguro que su convicción es más fuerte que cualquier protocolo que usted o yo hayamos jurado. Si no la dejan entrar, si no puede encontrar esa pieza final, la detonación no será solo una catástrofe global; será la destrucción de algo... que he aprendido a proteger con mi vida.
El silencio se hizo pesado. Había revelado la verdad. No hablé de un algoritmo, hablé de ella. Mi mano, bajo la mesa, estaba apretada en un puño.
El Papa nos miró a los dos, y me sentí completamente desnudo. Luego, suspiró, su rostro se ablandó en una expresión de infinita comprensión.
—El Protocolo—, repitió en voz baja. —Es un escudo contra el miedo, hijo. Pero si ese escudo se ha roto por el amor... es que Dios lo ha querido así— Asintió—Tendrán acceso. El Cardenal Bibliotecario está avisado. Vayan, y que Su Luz los guíe.
Me levanté, aliviado hasta la médula. Yo salí primero, el alivio inundándome. Pero cuando di la espalda, el Papa me detuvo.
—Agente De Luque—, dijo con una sonrisa cómplice. —Espero que esta relación florezca bajo la bendición de Dios. Si en algún momento necesitas un oficiante... con gusto los caso—.
El aire se fue de mis pulmones. Un calor abrasador me subió del cuello a la coronilla. ¿Boda? ¿Relación? Intenté responder con la formalidad de un centurión, pero solo conseguí articular un balbuceo antes de salir del despacho tan rápido como mis botas lo permitieron. El Protocolo se había desintegrado. Estaba completamente sonrojado.
Victoria
Yo había salido de la oficina papal, mi mente aún procesando el discurso apasionado de Samuel. Él había hablado de mí como un bien preciado que debía proteger, una vulnerabilidad expuesta en el lugar más sagrado.
Y entonces, él salió.
Samuel, el hombre de acero con cero tolerancia a la emoción, el estoico oficial de seguridad, apareció en el pasillo... completamente sonrojado.
Nunca, en el frenesí de estas últimas cuarenta y ocho horas, lo había visto perder el control de su fisiología de esa manera. Era un tono carmesí que cubría sus mejillas, su cuello y la punta de sus orejas. Se veía vulnerable, humano. Algo que el Papa le dijo, algo fuera de mi oído, lo había descolocado por completo.
Me acerqué a él. El instinto me dictaba preguntar qué había pasado, pero la prudencia me detuvo. Este era su secreto, su brecha. Si lo exponía, él se cerraría de nuevo.
En cambio, le sonreí, una sonrisa suave pero cargada de todo lo que sentía por él en ese momento. Tomé su mano. Esta vez, fue mi iniciativa. Su piel estaba cálida bajo mi tacto, pero no se retiró.
—Vamos—, le dije, simplemente.
Él asintió, su voz aún tensa.
—¿La Avaricia? ¿V de Venecia?
—A la Biblioteca—, le confirmé, ignorando el color escarlata de su rostro. Sabía que el tema del Protocolo del Beso y lo que sea que el Papa le había dicho, nos perseguiría.
El Cardenal Bibliotecario nos recibió y nos concedió acceso a una sala de lectura privada, donde los legajos polvorientos olían a incienso y pergamino antiguo.
Nos centramos en la pista: el apellido que significaba "Del Cielo" y la Avaricia exhibida. Yo revisé los archivos de familias venecianas, mientras Samuel se concentró en la historia de los Cardenales de los siglos XVII y XVIII.
—La "V" coronada—, murmuró Samuel, señalando un diagrama de un escudo de armas familiar. —Podría ser la V de Venecia, como dijiste, pero también es la marca de un ducado que cayó en desgracia por malos manejos financieros en 1740—.
—Justo ahí—, dije, deslizando un pergamino casi desintegrado. Encontré el apellido: Dellacielo. No eran solo nobles; eran los tesoreros privados de un cardenal que había amasado una fortuna ilegalmente. Su única riqueza restante, oculta de los acreedores, era una bóveda en Venecia.
Y en la última página del legajo, encontramos la nota garabateada a mano en latín: “Ad luxuriae cellam veniunt” (Vienen a la cámara de la Lujuria).