La Constante Oculta de Roma

Capítulo 19: El Último Pecado y la Revelación Final

Samuel

Mis movimientos eran de precisión militar, a pesar de la prisa incontrolable. Aterricé en Fiumicino hacía apenas veinte minutos y el viaje hasta el centro de Roma fue una tortura contra el tiempo. Como Agente de la Guardia Suiza, la disciplina era un reflejo, pero la vida de Victoria era una variable que anulaba cualquier protocolo.

Jake se había quedado en el hangar, su rostro un mapa de la culpa por habernos desviado con la pista de Estambul. "El código gritaba latitud del Bósforo," me había dicho. Pero Victoria había visto la falla.

—Una distracción. Una variable de ruido diseñada para quemar las horas—, analicé en voz baja, mi respiración superficial.

El Teólogo había jugado con el factor más preciado: el tiempo. Si nos enviaba a Turquía cuando solo quedaba una hora de juego, la ecuación se cerraba en Roma. La nota de Victoria lo confirmaba: "Error de cálculo en la latitud. Estamos en casa."

La única iglesia que cuadraba con el historial de los crímenes y su cercanía al centro de poder era San Giorgio in Velabro, la antigua puerta de entrada al Foro Romano. Un lugar donde la historia y el olvido se fusionaban.

Aparqué de golpe en la Piazza della Bocca della Verità y salté del vehículo. Mi uniforme de calle me daba anonimato, pero mis sentidos gritaban alerta máxima. Corrí hacia la iglesia abandonada, mi mente enfocada en el protocolo de rescate, mi corazón en el terror de la impotencia. Victoria, la única mujer capaz de descifrar la locura de este hombre, estaba allí sola.

Victoria, reacciona. Espera.

Victoria

La atmósfera de la iglesia era una mezcla inquietante de santidad profanada y decadencia. El olor a ozono y sangre era casi indistinguible del incienso rancio. El reloj sobre el altar, adaptado con tecnología moderna, parpadeaba con una frialdad matemática: 00:52:19.

Encontré el cuerpo bajo un arco caído. Una mujer, con el corte limpio y preciso que ya conocía. La víctima de la Gula, la última sacrificada. Y en su mano, la pista final: una llave de acceso marcada con la palabra Lujuria.

Levanté el arma, mi espalda contra la fría piedra, sabiendo que el predador estaba cerca.

—La Lujuria—, dije, dirigiéndome a las sombras. —El Teólogo es un clasificador de almas. Pero el mal, como el cáncer, no tiene moral.

—El mal es una constante, Doctora Rossi—, respondió una voz serena.

El Teólogo emergió. Sus ojos grises me escanearon con una calma que me provocó más escalofríos que cualquier grito.

—Usted nos llama variables perdidas. Yo soy el operador de sistemas. Y usted ha fallado en comprender la verdadera naturaleza del juego. No se trata del reloj ni de los pecados. Se trata de la revelación que la ha traído de vuelta a la mesa de operaciones.

Mi conflicto interior se intensificó. La lógica contra la moral. Apreté el agarre del arma.

—Mataste a Marcus. ¿Fue parte de tu plan?

Él asintió con una lentitud escalofriante.

—Mi plan entró en vigor hace once años. Con la muerte de su prometido. No fue un accidente. Yo inicié el circuito. El objetivo final, la variable principal a eliminar para que la purificación fuera completa, era su colega, Jake.

La noticia me vació el pecho. Sentí un vértigo, como si la gravedad se hubiese invertido. Mi vida, mi duelo, mi carrera, mi huida... ¿una manipulación?

—Si el objetivo era Jake, ¿por qué Marcus, y... por qué yo?

—Jake fue quien descubrió el fallo estructural del sistema, la debilidad que yo pretendía usar. Él era el único elemento no cuantificable—, explicó, con la frialdad de quien dicta un teorema. —Usted, Victoria, usted era el daño colateral. Un error que debió ser limpiado inmediatamente, pero que, por un desvío que atribuyo a la fortuna, se salvó. Un error que, irónicamente, me obligó a crear esta Sinforía de los Pecados para atraerla de nuevo a la ecuación.

El arma en mi mano se sintió liviana. La parálisis no era física, sino epistemológica. El hombre ante mí no me estaba atacando; estaba atacando mi certeza.

—Has usado la religión como camuflaje. Eres un sociópata con una bata de laboratorio que se cree capaz de reescribir la condición humana—, dije, luchando por mantener la voz firme.

—Soy la solución que la ciencia no se atreve a ser. Le he dado la ecuación del mal. ¿No es más satisfactorio saber que todo encaja, que su dolor tiene una estructura lógica?

Me estaba obligando a dudar de mi causa, de mi rabia. Si su lógica era tan perfecta, ¿era acaso la justicia un mero error de redondeo en la gran fórmula?

—La Lujuria es solo el código de la cuenta—, insistí, intentando volver al juego. —¿Cuál es el último pecado? La Parálisis...

El Teólogo sonrió, un brillo de victoria en sus ojos.

—Eso lo descubrirá. La última pieza está en movimiento. Y ahora, Doctora, tiene la verdad. Es hora de que se quede sola con ella.

Se dio la vuelta, desapareciendo en la oscuridad de la sacristía como si fuese una sombra. No pude moverme. No por el miedo al Teólogo, sino por el peso de la revelación. Mi vida entera era una nota a pie de página en su macabro experimento. El peso de esa verdad me había dejado sola.

Narrador Omnisciente

En la iglesia de San Giorgio, Victoria Rossi quedó petrificada. El frío de la piedra no se comparaba con la frialdad de la verdad: su dolor era un efecto planeado, su supervivencia, un fallo. Sola, con la última pista en la mano —el código de Lujuria— y el reloj a menos de 00:51:00, la física estaba atrapada en un conflicto entre la lógica irrefutable del Teólogo y su intuición moral.

A tres cuadras de distancia, el Agente Samuel de Luque sintió la presión del fracaso inminente. Como Guardia Suiza, su entrenamiento era proteger la vida por encima de todo. La idea de Victoria enfrentando a ese fantasma solo, con la hora agotándose, se convirtió en una parálisis emocional que luchaba por superar con la fuerza bruta de su carrera. Su mano temblaba levemente al sujetar el arma. El miedo a llegar a un lugar donde solo encontrara silencio era la única fuerza que lo impulsaba.



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En el texto hay: accion, aventura, vaticano

Editado: 27.10.2025

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