Por motivos de escolarización, Román se trasladó con su hijo al apartamento que tenía en la ciudad y en tres meses, Orión ya estaba adaptado a su nuevo hogar.
Tenía ropa, juguetes y amigos nuevos, también un padre que lo trataba igual que siempre lo trató su madre, con amor y responsabilidad.
A la salida del Colegio, Orión corrió hacia su padre y le mostró el examen de lengua que había aprobado.
— ¡Vaya, un aprobado! Eso merece un premio. — Lo felicitó Román, agarrándolo del hombro y haciéndole caminar con él hacia el coche.
— ¡Quiero ir al parque de atracciones! — Pidió Orión, agarrado a las asas de su mochila. — Podemos invitar a los primos.
— Tendré que hablarlo con las tías Penélope, Irene y Beatriz. — No le dijo que no y Orión caminó de espaldas por delante de su padre.
— Gracias, papá. — Se paró y lo abrazó con entusiasmo. — Te quiero mucho.
Román se sorprendió, era la primera vez en tres meses que su hijo le decía te quiero.
— Yo también te quiero mucho. — Le acarició la mejilla y Orión sonrió feliz.
A la llegada al edificio de apartamentos, Orión corrió a llamar al ascensor y Román se detuvo a recoger el correo del buzón.
— Será bueno para ellos, una alegría les dará un empujón para acabar el curso. — Le dijo Román a su hermana Penélope.
— Pero Joaquín tiene mucho que escribir. — Respondió Penélope.
— Entonces deja que Jaime se venga con Irene, Billy y conmigo. Tiene siete años, no le va a pasar nada por ir al parque de atracciones con sus tíos y sus primos. — Insistió cerrando el buzón tras sacar las cartas.
A su lado se detuvo una mujer para abrir su buzón y Román la miró.
— Buenas tardes. — Lo saludó su vecina de enfrente con una voz suave.
Román asintió solamente y caminó hacia el ascensor donde Orión esperaba.
— Le preguntaré a Jaime si quiere ir. — Le respondió su hermana.
— Estaba bien. — Suspiró Román y colgó la llamada.
— ¿No vendrá el primo Jaime? — Preguntó Orión mirando a su padre.
Román bajó la mirada hasta él y sonrió.
— Seguro que sí, lo que pasa es que la tía Penélope tiene miedo de dejarlo ir solo.
— Pero no estará solo. — Dijo Orión.
— Eso le he dicho. — Contestó Román y miró que el ascensor seguía sin abrirse. — ¿Lo has llamado?
— Sí, pero no baja.
— Veamos a ver… — Román se acercó pulsando el botón repetidamente. — Está mañana hemos bajado por él…
— Perdón… — Interfirió la vecina y Orión la miró. — Se ha averiado en la última planta. Hasta mañana no vendrán a repararlo.
— ¿En serio? — Se sorprendió Román y le dijo a su hijo. — Tocará subir escaleras, hijo.
Orión se rió y cuando fueron hacia la puerta de las escaleras, Román le sostuvo la misma a su vecina. La mujer se acercó con varias bolsas de mandados en las manos.
— Gracias. — Sonrió agradecida.
— Espere. Déjeme ayudarla a subir las bolsas. — Dijo Román. — Orión, coge esto. — Le pasó a su hijo el correo y Orión que ya había subido un tramo de escaleras las bajó para agarrar las cartas.
Román cargó entonces con las bolsas de su vecina.
— Muchas gracias. — Le agradeció la vecina, cuando llegaron arriba y Román le dejó las bolsas en la puerta de su apartamento. — ¿Quieren pasar y los invito a comer unos dulces?
— Sí. — Respondió Orión.
— Orión. — Le llamó Román la atención y se lo agradeció a su vecina. — Gracias, pero no es necesario.
— Insisto. Si alguien no me ayuda a acabar con ellos voy a tener que tirarlos y me da mucha pena. — Dijo ella, abriendo la puerta de su piso.
— ¿Podemos, papá? — Orión le puso ojitos a su padre y Román suspiró.
— Está bien. Perdón por molestar. — Se disculpó con la vecina.
— No es molestia. Pasad… — Los invitó ella, agarrando una de las bolsas y sorprendiéndose cuando Román le ayudó con la otra.
— ¿Dónde la dejo?
— En la cocina, por favor.
La vecina caminó hacia la cocina de su apartamento y Román la siguió, no sin antes girarse y advertir a Orión.
— No toques nada.
Orión negó con la cabeza y corrió a mirar un enorme puzzle a medio formar de piezas muy pequeñas que había en una mesa de comedor.
— ¡Guau! — Se sorprendió.
Román dejó la bolsa en una mesa de cuatro sillas de la cocina.
— ¿Quiere agua? — Le preguntó ella y Román negó.
— No, estoy bien, gracias.
Ella asintió y sacó de una de las bolsas varias docenas de huevos. Román observó en la encimera varias bandejas con pasteles.
— ¿Le gusta cocinar bizcochos y esas cosas?
La vecina se rió.
— Sí, pero no, tengo una pastelería en el barrio y como no dispongo de cocina allí hago los dulces aquí. — Le explicó.
— ¿Y quiere que le ayudemos a comerlos en lugar de venderlos?
— Los dulces que salen feos no puedo venderlos. Normalmente los comparto con mi hermana y sus hijos, pero esta semana le han dicho que la niña es diabética y no puede comer dulces.
— Lo siento.
— Ella está bien. — Habló de su sobrina y le ofreció una de sus manos a Román. — Mi nombre es Judith.
— El mío Román. — Aceptó Román su mano y Judith sonrió.
— Puede esperar con su hijo en el salón, guardo esto y enseguida estoy con vosotros.
Román asintió y al soltar sus manos, Judith fue a llevar los huevos a la nevera.