Luego de perder a los bandidos de vista, cargué al príncipe por mi espalda y caminé en dirección al pueblo. Algunos de los habitantes me miraron asombrados, ya que no suelo acostumbrar a ir por ahí dos veces en un día. Pero al notar que traía a un hombre malherido, enseguida fueron a socorrerme y guiarme hasta el hospital.
Ahí, le expliqué al médico lo sucedido. Este se sorprendió por mi historia, pero igual decidió atender al príncipe para que se recuperara pronto
– ¿Qué piensas hacer ahora, Morgan? – me preguntó el médico – sé que usted prefiere arreglárselas solo, pero me preocupa su seguridad con esos bandidos acechándolo en el bosque. ¿Por qué no se queda en el pueblo por un tiempo?
– No quiero causarles molestias – le dije, incómodo por la amabilidad del doctor – sospecho que esos bandidos no dudarán en lastimar a alguien del pueblo para atraernos. En cuanto se sienta mejor el príncipe, nos iremos de aquí de inmediato.
– Morgan, deja que te ayudemos – insistió el médico – desde que llegaste aquí siempre nos has ayudado directa o indirectamente. Nunca olvidaré que rescataste a mi hijo de ser comido por un oso. ¿Cómo quieres que nos quedemos de brazos cruzados sabiendo que estás en peligro?
Era cierto que salvé a alguien más de una vez durante mis andadas por el bosque. Pero mi intención nunca fue el que me debieran el favor, ya que está en mí proteger a los débiles. Aun así, tras notar la persistencia del doctor, solo pude atinar a decir:
– Lo pensaré.
Esa noche, pasé en una posada cerca del hospital. El príncipe estaba en buenas manos, por lo que no debía preocuparme de nada.
Por la ventana me fijé que algunos hombres comenzaron a patrullar por las calles, usando armas improvisadas como rastrillos, machetes, cachiporras y hasta llegué a ver una paila. Me reí en el fondo, dado que si vieran a los bandidos acarreando un cañón huirían despavoridos.
Por suerte, la noche transcurrió tranquilamente y pude dormir aunque sea un par de horas. Pero estaba más que decidido a marcharme de ahí junto con el príncipe, con tal de preservar a personas tan gentiles y cordiales como los habitantes de ese pueblo.
Al amanecer, regresé al hospital y comprobé que el príncipe se sentía mejor. Sus heridas cerraron, así es que podría caminar sin complicaciones siempre que mantuviera los vendajes puestos.
Un grupo de hombres, de los que se pasaron patrullando la calle por la noche, se me acercaron. Uno de ellos dio un paso al frente y me dijo:
– Escuchamos que te marcharás, ¿verdad? Pensábamos mantenerte aquí porque eres bastante fuerte, podrás ayudarnos a proteger el pueblo. Pero si consideras que será un riesgo para nosotros, entonces te deseamos suerte en tu viaje.
– Cuando las cosas mejoren, siempre puedes regresar – dijo su compañero – pero no queremos dejarte ir con las manos vacías, por lo que te donaremos armas y provisiones que te servirán por el camino.
– Muchas gracias, señores – les dije, conmovido por la generosidad de la gente – solo necesito un hacha, un machete y algún puñal para estocadas rápidas. Siempre les recordaré, esté donde esté.
Cuando llegó la hora de partir, noté que muchos de los pobladores comenzaron a llorar. La verdad no entendía sus reacciones, ya que nunca había congeniado con ellos ni participado en ninguno de sus festivales o eventos sociales. Pese a todo, estaban dispuestos de equiparme con lo necesario para partir a un rumbo desconocido, solo porque alguna vez salvé sus vidas o las de algún ser querido durante mis paseos por el bosque.
– Te deseamos suerte en tu viaje.
– Espero que te vaya bien.
– ¿Regresarás? ¿Verdad? ¡Siempre serás bienvenido aquí!
Tras esa cálida despedida, el príncipe y yo emprendimos el viaje que nunca había pedido. Incluso a él le dieron provisiones, además de un cambio de ropa para que no luciera tanto como un “niño rico”. Llevaba un tosco sayo de color rojo oscuro, con una caperuza marrón y botas de cuero desgastadas. Él se miró sus ropas y murmuró:
– ¡Uf! No entiendo cómo los plebeyos pueden usar esto.
– Peor es estar desnudo – le dije, mientras le daba un saplé en la cabeza – si no querías pasar por estas cosas, debiste quedarte en el palacio en primer lugar.
– ¡Pero tenía que hacerlo! – dijo el príncipe, molesto con mi actitud con él – le prometí a mis padres que encontraría esa reliquia sagrada aunque me costara la vida. Por cierto, ¿has escuchado sobre ellos alguna vez?
– Sí, escuché algo – respondí – son los reyes del reino Estrella, donde se cree que el sol y la luna se unieron para crear la vida en la tierra. ¿No? Pues el palacio queda bastante lejos de aquí. ¿Verdad?
– Así es – dijo el príncipe – mi confidente dijo que tenía un mapa a quien le arrebató a un integrante del clan “Sombra”. Ese clan es el único que sabe dónde queda el templo en donde resguardan la copa divina, pero ni siquiera ellos pudieron tomarla porque dicen que tiene una barrera protectora contra intrusos.
– Eso sí que suena a una novela cliché de fantasía épica – comenté – Bueno, mientras no lo vea no lo creeré. Por cierto, ¿tienes ese mapa?
El príncipe se mantuvo en silencio. Yo rodé los ojos al percatarme de que no solo no lo tenía, sino que tampoco sabía adónde debía dirigirse. Pero él se justificó diciendo:
– ¡Pues podemos preguntar! ¿No? Ahora que comprobé que no todos los habitantes del pueblo son estafadores, seguro alguno sabe algo y nos guía. ¿O me equivoco?
– ¡Pues no nos acercaremos a ningún pueblo, majestá! – le dije, con un tono sarcástico y pronunciando mal a propósito su rango nobiliario – Por si no te has percatado, nos persiguen esos bandidos que no dudarán en atacar a personas inocentes con tal de capturarte. ¿O no te fue suficiente con lo sucedido con MI cabaña?
– Oh, vamos, no seas así – dijo el príncipe – te prometo que si me ayudas y me proteges de todos los peligros, te daré la mitad de mi fortuna. ¿Qué tal? ¡Vivirás como un rey y ya no tendrás que trabajar por el resto de tu vida!