Después de ese inconveniente, no tuvimos más tropiezos y continuamos sin parar hasta llegar a Ciudad Cristal. Apenas lo vi, entendí el porqué le pusieron ese peculiar nombre: los muros que lo rodeaban estaban hechos enteramente de cristales y algunas incrustaciones de piedras preciosas.
El camino principal estaba enchapado con una capa de oro fundido y la entrada principal poseía una pesada puerta de hierro bellamente decorada con diamantes y esmeraldas. Los guardias que protegían el lugar portaban unas hermosas armaduras plateadas y algunos apliques de zafiros en los cascos y las pecheras.
Había una larga fila extendiéndose delante de la puerta, donde los guardias recibían el peaje de cada visitante para permitirles pasar. Aquellos que eran originarios de la ciudad y salieron por A o B motivo, solo debían mostrar sus certificados de residencia para entrar sin pagar.
Miré el anillo que aun llevaba conmigo. Sabía que con eso sería más que suficiente para demostrar mi identidad como príncipe e ingresar a la ciudad sin complicaciones. Pero, con eso, le diría a Ami quién era en verdad y eso la llenaría de más preguntas, porque es inusual que los plebeyos interactúen cómodamente con los de la realeza sin nada a cambio.
De igual modo, no tuve que hacer nada porque Ami se nos adelantó. Bajó del asiento de chofer, sacó de la valijera del carro un folio lleno de papeles y se acercó con eso a los guardias. Apenas logró captar su atención, mostró sus documentos y dijo:
– Soy una comerciante verificada y estoy viajando con mis compañeros de viaje – nos señaló a los tres, que asomamos nuestras cabezas por las ventanillas del carro – estamos interesados en hacer negocios dentro de la ciudad, si lo tienen permitido.
Uno de los guardias se acercó al carro y comenzó a inspeccionar nuestras pertenencias. Además de las artesanías, también estaban nuestras armas, algunos pedazos de madera sobrantes del pueblo anterior y una que otra provisión para el viaje.
Una vez terminada la inspección, el guardia le dijo a Ami:
– Pueden pasar, pero deben dejarnos sus armas. Está prohibido portar todo tipo de objetos contundentes y dañinos, ya sea cuchillos, hachas, machetes, espadas, dardos, flechas…
– ¿Y qué pasa si necesitamos defendernos? – cuestionó Jason, desde el carro.
– No hay criminales en la ciudad – aseguró el guardia – los hemos expulsado a todos. Aquí solo vienen personas que quieren vivir en paz y no molestar a los residentes. Cuando decidan marcharse de aquí, se las devolveremos intactas.
Ami estuvo a punto de replicar, pero Morgan de inmediato tomó su hacha y machete para entregárselo al guardia. Jason dio un suspiro de resignación y procedió a entregar su repertorio de armas que llevaba consigo. A mí ni siquiera me miraron, ya que no daba un aspecto intimidante. Pero a Ami comenzaron a inspeccionarla visualmente, como si se aseguraran de que no llevara alguna navaja oculta en sus cabellos o pechos.
Cuando se convenció de que ella estaba limpia, dijo:
– Pueden pasar.
Una vez dentro, me arrodillé al suelo y lancé un suspiro de alivio, mientras exclamaba:
– ¡Qué susto me he llevado!
Ami comentó, con un tono de fastidio:
– ¡Uf! ¡Odio los impuestos de entrada! Lamento que hayan perdido sus armas, muchachos, espero que los guardias cumplan su palabra cuando salgamos de aquí. Al menos fue una suerte que no me pidieran entregar mis joyas o incluso a mi yegua. Ya me pasó que en otras ciudades no permitían el ingreso de animales y yo no estoy dispuesta a separarme de mi compañera.
– ¿De verdad te han impedido la entrada por tu yegua? – le preguntó Morgan - ¿Y qué hacías en esos casos?
– Simplemente me iba a otra ciudad o a un pueblo cercano – respondió Ami, encogiéndose de hombros – no quiero problemas, ya sabes. Una chica debe conformarse con lo que le venga para sobrevivir por su cuenta.
Mientras ellos conversaban, yo me quedé observando las casas y edificios de la ciudad. Todas ellas estaban hechas de cristales y parecían emitir su propio brillo. Las personas que vivían ahí usaban unos llamativos trajes de telas plateadas y las mujeres adornaban sus cabezas con extraños tocados de perlas y diamantes. Era como si estuviera en otro mundo o en alguna de esas sociedades antiguas que alguna vez poblaron el mundo.
Jason dio un pequeño silbido al ver a las chicas y, con los ojos llenos de emoción, dijo:
– Si quieren, podemos separarnos. Yo… quiero dar un vistazo y…
Pero antes de siquiera dar unos pasos, Morgan lo tomó del brazo y le dijo:
– ¡Ah, no! ¡Ni se te ocurra robar! ¿Crees que no capté tus intenciones, ladronzuelo? ¡No te dejaremos solo ni un momento!
Jason se molestó e intentó zafarse, pero Morgan presionó más fuerte su mano como un signo de advertencia. Al final, nuestro guía se resignó y permaneció junto al astuto leñador.
Ami comenzó a buscar algún hospedaje donde pudiera estacionar su carro. Fue así que encontró una posada bastante coqueta, cuyas paredes estaban hechas de cristales rosados y desprendían un extraño aroma a rosas. Lamentablemente, el costo era muy excesivo y el dinero que ella tenía disponible apenas le alcanzaba para alojarse con un solo acompañante.
– Solo podré pagar por uno de ustedes – nos explicó – los demás deberán quedarse a dormir en el carro.
– No se preocupe por eso – le dije – yo puedo pagar por mi parte.
No mentía. Todavía llevaba consigo mi propio dinero, el cual decidí guardarlo en caso de emergencia. Morgan pareció estar conforme con mi propuesta, por lo que dijo:
– Bien, por esta vez me quedo en el carro con Jason. Ustedes dos pueden alojarse en la posada, no tienes que gastar tu dinero en nosotros, Ami.
– ¿Estás seguro? – preguntó Ami – me sentaría mal dejarlos afuera luego de que me ayudaran en el bosque y…
– Y a nosotros nos sentaría aun peor aprovecharnos de una gentil dama – intervino Jason – no se preocupe, hemos estado en situaciones peores. Dormir en el carro será un gran lujo, al menos para mí.