La copa divina

Capítulo 3. El pueblo sin gente

El trayecto entre un pueblo y otro en carro era de tan solo unas cinco horas. Por suerte había un camino bien hecho y un hermoso prado verde, el cual iba desapareciendo gradualmente a medida que nos acercábamos a la zona desértica.

— Cuando lleguemos allá, compremos todas las provisiones que podamos y consigamos nuevos caballos – indicó Morgan – no sabemos si los caballos que nos donó la princesa Mara podrán resistir el duro desierto.

— Yo creo que quien no va a resistirlo soy yo – dijo Ricardo – ni siquiera estamos ahí y ya tengo sed. ¡Denme agua!

— Tomaremos agua al llegar.

Miré por la ventana para asegurarme de que el chofer nos condujera por el camino correcto. Si bien no conocía el pueblo, en el mapa lo mostraban como un asentamiento con fuerte flujo comercial, ya que era un punto de descanso de viajeros que se aventuraban a ir a las lejanas tierras del este en busca de nuevas experiencias.

Fue así que me sorprendí al ver que el pueblo se encontraba vacío.

Las calles eran de arena, las casas tenían algunas ventanas abiertas y los muros estaban agrietados. Transitamos por la avenida principal y ni siquiera encontramos caballos o cualquier otro ser vivo que no fueran los insectos.

Era un pueblo muerto.

Los tres bajamos del carro, sin saber lo que estaba sucediendo. Incluso el chofer parecía extrañado, pero no comentó nada y procedió a buscar una buena sombra donde dejar a los caballos.

— Busquemos si hay gente – dijo Morgan – iré con el príncipe por la derecha.

— Bien, yo iré por la izquierda – dije – nos vemos de vuelta en este punto.

Comencé a recorrer una calle estrecha, mirando cada tanto por las ventanas de las casas para asegurarme de que no había nadie escondido ahí. Supuse que el pueblo pudo haberse vaciado gradualmente, debido a que tampoco había signos de saqueos o invasiones. Era como si la gente, simplemente, decidiera abandonarlo todo y marcharse de ese lugar.

Mis pasos me llevaron hasta una iglesia. O lo que quedaba de ella. Solo era una gran construcción con partes del techo caído y una puerta carcomida por las termitas. Entré en ella y vi algunos asientos mal distribuidos, como si alguien las hubiese movido por cierto motivo.

Sin embargo, lo que me llamó la atención fue un pequeño accesorio en el suelo. Era un arete de oro, que parecía bastante nuevo por cómo brillaba. Intenté hacer memoria y recordé que cierta persona solía lucir algo parecido con bastante frecuencia.

Me alarmé. Ya sabía quién era la dueña.

Fui corriendo de regreso a la avenida principal. Ahí me encontré con Morgan y Ricardo, quienes también acababan de regresar. Les mostré el accesorio y les dije:

— Zack y Jully estuvieron aquí. Ella suele usar esta cosa en la oreja, estoy seguro de eso.

— ¿Cómo sabes que es de ella? – preguntó Morgan – quizás a una persona se le habría caído sin querer cuando estaba saliendo del pueblo.

— Si así fuera, no se vería demasiado brillante – le señalé - ¡Rayos! ¡Seguro aprovecharon nuestra larga estadía en el pueblo anterior para adelantarse y tendernos una emboscada en el desierto! ¡O incluso aquí! ¡Hay que tener cuidado!

— Calma, Jason – dijo Ricardo – lo mejor será que, por esta vez, retrocedamos para juntar más provisiones. O de lo contrario…

Justo en esos momentos, unas flechas aparecieron cerca nuestro y rebotaron por el carro, demostrando así que la princesa dijo la verdad cuando nos indicó que era impenetrable. Sin embargo, los caballos eran otro cantar, ya que si una de esas flechas los acertaba, estaríamos perdidos.

— Atenderé a los caballos – dijo Morgan, acercándose a los animales para mantenerlos seguros.

Vi que tanto Morgan como el chofer intentaban calmar a los equinos tomándolos de las riendas y arrastrándolos lejos de la mira de nuestros atacantes. Yo tomé mis dagas, me coloqué delante de Ricardo y grité:

— ¡Salgan de donde quieran que estén!

De una de las casas salieron Zack y Jully, quienes iban vestidos con unos enormes turbantes y capas extensas que cubrían sus cuerpos. Sabía que ellos no estaban acostumbrados al sol, por lo que tendría algo de ventaja si conseguía alejarlos de la sombra.

— ¿Qué te pasa, Jason? – preguntó Jully, con un tono de reproche - ¿Acaso no quieres regresar con nosotros?

— Ni muerto regresaría a ese infierno – le respondí.

— Bien. Entonces morirás junto al príncipe – dijo Zack, tensando su arco y apuntado la flecha directo a mi corazón – Quizás logres desviarlo, pero acertaré en la cabeza de tu amigo el grandote y él perecerá.

Comencé a temblar. No quería morir, pero no estaba dispuesto a tolerar que Zack y Jully mataran a personas inocentes delante de mis ojos, tal como sucedió en aquel saqueo. Así es que, para ganar algo de tiempo y permitirle a Morgan protegerse, extendí mis brazos hacia los costados y dije:

— Adelante, dispara. Si lo haces, Morgan los destrozará sin dudarlo.

— ¿Aquel grandote? ¡No me hagas reír! – dijo Jully.

Tal como yo lo había hecho en el pasado, esos dos creían que Morgan sería demasiado lento para evadirlos y alcanzarlos, dado a su enorme tamaño. Pero estaba seguro de que él ya habría puesto a los caballos y al chofer en un lugar seguro y solo mantenía la distancia, por si debía intervenir en caso de necesitarlo.

— No quiero hacer esto, Jason – dijo Zack, sin dejar de apuntarme con la flecha – te daré una última oportunidad. Si matas al príncipe aquí mismo, te perdonaremos la vida.

— ¡Esperen! – dijo Ricardo, mientras me tomaba de los brazos y los llevaba hacia atrás – si nos matan, jamás sabrán dónde he ocultado el mapa.

Tanto Zack como Jully abrieron los ojos de la sorpresa, distrayéndose por unos instantes. Fue ahí que Ricardo tomó el puñal que llevaba en mi cinturón y se lo arrojó directo en la mano de Zack, haciendo que soltara su flecha hacia otra dirección. Luego, me tomó del codo y me llevó hasta el carro, donde Morgan aprovechó para arrojarles un enorme trozo de madera y dejarlos fuera de combate.




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