Unas horas después, el ejército alcanzó al fin el Paso de Arhendral. La visión era sobrecogedora: el abismo se abría como una herida interminable en la tierra, un corte perfecto que separaba los dominios de Etalón y Marelio. El antiguo río, que siglos atrás caía en cascada cristalina, ahora descendía en torrentes oscuros, tragados por la grieta sin fondo. El rugido del agua se mezclaba con otro sonido mucho más siniestro: los alaridos de los demonios que luchaban por escapar.
Magos de ambos reinos mantenían sus puestos, agotados, reforzando sin cesar las barreras mágicas que contenían las grietas en la tierra y el aire. Las runas brillaban en rojo, resquebrajándose cada pocos segundos, como si la presión de dentro fuera demasiado para resistir. Algunos guerreros ya presentaban heridas, otros estaban de rodillas, sosteniendo el bastón solo por fuerza de voluntad.
—¡Almir, al fin llegaste! —la voz grave resonó antes incluso de que él entrara en la carpa de mando.
El príncipe se detuvo y asintió con respeto. Frente a él estaba Jeremy, el veterano de incontables guerras. No era el más fuerte ni el más noble, pero su experiencia y la claridad con la que veía la guerra le habían convertido en una figura indispensable. Para Almir, era más que un maestro, era un segundo padre.
—Maestro Jeremy —respondió, inclinando la cabeza.
El anciano señaló el mapa proyectado sobre la mesa de piedra. Era un plano mágico que mostraba con hilos de luz la división exacta del Paso: tropas de Etalón rodeando todo sur, tropas de Marelio rodeando todo norte, el abismo en el centro brillando como un ojo abierto, pulsante, ansioso por devorar.
—Disculpe la tardanza —añadió Almir, clavando la mirada en los símbolos—. Durante la marcha, fuimos emboscados. Casi doscientos demonios de bajo rango.
—Ya se está extendiendo más de lo que imaginaba —dijo Jeremy con voz grave, acariciándose la barba entrecana—. El abismo los vomita como plaga, y cada día salen más rápido.
Señaló el centro del mapa, donde runas de contención latían intermitentes.
—Hace unos días empezaron los temblores dentro del precipicio. Los sacerdotes de Marelio dicen que la barrera del sello no durará mucho más.
—¿Cuánto máximo? —preguntó Almir sin apartar la vista.
Jeremy respiró hondo, como si la respuesta pesara demasiado.
—Dos años, no más.
El silencio en la carpa fue absoluto. Dos años podían sonar a mucho para un pueblo, pero para un imperio… para la magnitud del caos que eso causara… era muy poco.
Almir apoyó ambas manos sobre la mesa. No podía mostrar dudas.
—Entonces no tenemos tiempo que perder. Movilizaré a los generales de Etalón y Marelio para que refuercen la línea de defensa conjunta. Quiero patrullas constantes alrededor del acantilado y refuerzos listos en menos de una hora. Deseo hablar con el lider de las tropas de Marelio.
Jeremy lo observó con cierta satisfacción. Había esperado que dudara, que buscara consejo. Pero Almir, aunque joven, tenía esa mirada firme que solo había visto en los grandes líderes.
Mientras tanto, afuera, Kaelira no perdió ni un segundo.
Sin entrar a la carpa, se dirigió con los magos. El aire alrededor del abismo era sofocante, como un volcan a punto de hacer erupción, cargado de maná corrupto, y la presión de las criaturas intentando romper el sello se sentía en el pecho como martillazos.
Ella alzó su espada y, con un rugido mágico, lanzó una onda azul que estabilizó momentáneamente una de las grietas producidas.
—¡No dejen que el flujo se interrumpa! —gritó, plantándose frente a los magos—. ¡Refuerzen el círculo exterior, yo cubriré cualquier hueco—
Un grupo de demonios menores había logrado trepar por las paredes del acantilado, desgarrando con garras huesudas, pero Kaelira los enfrentó sin dudar. Su tigre saltó sobre ellos con las fauces abiertas, destrozando a dos de un solo golpe, mientras ella cortaba con movimientos fluidos, llenando el aire de destellos.
Era un contraste perfecto.
Almir, siendo el estratega de aquellos futuros pasos que moverian a miles.
Kaelira, ensuciándose con la sangre oscura de los demonios para ganar segundos preciosos.
Y el Paso, mientras tanto, temblaba como si supiera que ya era la hora de revelar aquellos secretos guardados.