La corona del abismo

La Corona Del Abismo (Completo)

La Corona Del Abismo

Capítulo 1 – Sombras en la Catedral

El cielo sobre la ciudad ardía en un rojo extraño, como si alguien hubiera prendido fuego detrás de las nubes. La campana de la vieja catedral sonó trece veces, aunque nadie la tocó. Era un presagio que los ancianos reconocieron y que los jóvenes prefirieron ignorar.

En el interior, tres figuras aguardaban frente al altar caído. No eran sacerdotes, ni fieles, ni peregrinos. Eran hermanos.

Elías, el mayor, con la mirada dura y una cicatriz que le cruzaba la ceja.

Nara, la del medio, cuyos ojos brillaban con una inteligencia inquieta.

Damián, el menor, aún con rastros de niñez en la voz, pero con las manos manchadas de sangre de la batalla anterior.

Los tres sabían la verdad que se murmuraba en susurros: el Rey de los Demonios había despertado.

Elías apretó el puño.
—Nuestro deber está escrito desde antes de nacer. Padre nos lo ocultó, pero ya no hay tiempo.

Nara se acercó a los vitrales rotos. La luz roja atravesaba su rostro.
—¿Y si la profecía no es lo que creemos? ¿Si matar al rey no nos salva, sino que nos condena?

Damián, temblando, sacó un trozo de pergamino con símbolos que parecían moverse por sí solos.
—Anoche lo vi. En mis sueños. Él me habló. No parecía un monstruo… parecía alguien que… entiende lo que sentimos.

Un rugido profundo retumbó bajo la tierra, como si el infierno mismo se hubiera estirado en medio del subsuelo de la ciudad. El suelo vibró, los vitrales explotaron en pedazos y un viento helado barrió la catedral.

Del altar quebrado emergió una voz que no necesitaba boca para resonar:
—Hijos de la promesa… al fin hemos de encontrarnos.

Los tres hermanos se miraron entre sí. No había marcha atrás.

Capítulo 2 – El Guardián de Ceniza

El silencio después de aquella voz era insoportable. Como si el aire se hubiera convertido en agua espesa, cada respiración costaba demasiado.

Damián fue el primero en retroceder.
—No está aquí… pero nos observa.

Elías desenvainó su espada corta, el metal viejo pero aún afilado.
—Si nos observa, que vea que no huimos.

Entonces, el suelo de la catedral se abrió en un crujido. De entre los escombros surgió un ser hecho de ceniza y huesos quemados, con alas que parecían carbón encendido. Sus ojos no eran ojos: eran dos grietas rojas que chorreaban fuego líquido.

—Soy el Guardián de Ceniza —tronó la criatura—. Ningún hijo de hombre pasará mientras yo vigile.

El rugido sacudió los vitrales que quedaban en pie.

Nara, que no llevaba armas, levantó las manos y dejó que las runas del pergamino de Damián se grabaran en su piel. El símbolo brilló como una cicatriz viva.
—Podemos detenerlo… pero no a la manera que esperan los ángeles.

Elías lanzó el primer ataque, cargando contra la criatura. El golpe rebotó en el torso de ceniza, levantando chispas. Fue como golpear una montaña en llamas. El demonio contraatacó con un manotazo que arrojó al mayor contra una columna.

Damián gritó el nombre de un sello que apenas entendía. El aire vibró, y una cadena espectral surgió del suelo, sujetando la pierna del monstruo. Pero el Guardián rió, y con un movimiento de alas rompió la atadura.

Nara cerró los ojos. El símbolo en su piel ardió.
—No tenemos que vencerlo… tenemos que invocarlo completo.

El suelo volvió a temblar. El demonio se detuvo un instante, sorprendido. Su voz se quebró.
—¿Cómo conoces ese rito?

La luz del símbolo se expandió y envolvió a los tres hermanos. No era un poder angelical, ni infernal. Era algo intermedio, algo prohibido.

El Guardián, por primera vez, dudó.
Y en esa duda, los hermanos descubrieron una verdad incómoda: su destino no era solo matar demonios… era comprenderlos.

Capítulo 3 – El Camino de los Exiliados

La ciudad parecía otra al amanecer. El fuego en el cielo había cedido, pero en las calles quedaba el olor a ceniza. La gente fingía normalidad, como si el rugido de la noche anterior hubiera sido solo un mal sueño. Nadie hablaba de vitrales rotos, ni de grietas en la tierra. El silencio era más sospechoso que cualquier grito.

Los hermanos salieron de la catedral sin mirar atrás. Elías cojeaba, apoyándose en su espada como si fuera bastón. Nara ocultaba su brazo bajo un manto para que nadie viera las runas brillando. Damián caminaba con la cabeza gacha, repitiendo en voz baja las palabras del Guardián: “ningún hijo de hombre pasará…”.

En las afueras, aguardaban los Exiliados: un grupo de hombres y mujeres que habían jurado lealtad ni al cielo ni al infierno. Se refugiaban en cuevas, vestían harapos, y llevaban amuletos de hueso que les protegían de los cazadores celestiales.

Uno de ellos, un anciano encorvado con un ojo de cristal, los recibió.
—Así que ustedes son los hijos de la promesa. Creí que morirían anoche.

Elías respondió con frialdad:
—No morimos tan fácil.

El viejo rió, mostrando dientes ennegrecidos.
—Entonces escuchen: el Rey Demonio no es lo que creen. La corona que porta no solo le pertenece a él… es un fragmento del mismo cielo. Y si cae en manos equivocadas, ni los ángeles ni ustedes quedarán en pie.

Nara entrecerró los ojos.
—¿Por qué ayudarnos?

El anciano levantó su amuleto.
—Porque los dos bandos nos han condenado. Nosotros solo queremos sobrevivir.

El suelo volvió a vibrar, como si alguien hubiera escuchado demasiado. Desde el horizonte se alzó una columna de fuego negro. El anciano tragó saliva.
—Encontraron nuestro escondite. No tenemos tiempo.

De entre la columna surgieron figuras encadenadas, ángeles deformados con alas oxidadas, los Custodios Caídos. No eran demonios, pero tampoco humanos. Eran verdugos de ambos bandos.

Elías levantó su espada, aunque sabía que apenas podía mantenerse en pie.
Damián apretó el pergamino contra el pecho.
Nara dejó que las runas le cubrieran otra vez la piel.




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