La corona del corazón

Confesiones bajo la Luna

La noche había caído sobre Veyrath con un cielo despejado y una luna redonda que parecía observarlo todo en silencio. Elara buscó refugio en los balcones altos del palacio, donde la brisa nocturna traía consigo el perfume del jardín.

Allí, al fin sola, dejó escapar un suspiro que llevaba guardando todo el día. La boda, Dorian, la corona… todo parecía pesar sobre su pecho como una armadura imposible de quitar.

—Deberíais descansar, Alteza.

Elara giró sobresaltada. Kael estaba apoyado en la piedra, su silueta recortada contra el brillo plateado de la luna. Su voz era baja, pero había en ella un calor que la desarmaba.

—¿Y cómo puede descansar una mujer que está a punto de perderse a sí misma? —preguntó Elara, con un hilo de sinceridad que apenas se atrevía a mostrar.

Kael no respondió enseguida. Caminó hasta quedar frente a ella, lo bastante cerca como para que el aire entre ambos se llenara de tensión.

—Vuestra fuerza siempre me ha inspirado —dijo al fin, con un tono que parecía escapársele sin permiso—. Pero incluso los más fuertes tienen derecho a temer.

Elara lo miró, con el corazón latiendo más rápido de lo que debía.
—¿Y vos, Kael? ¿Acaso no teméis nada?

Un destello pasó por sus ojos, y por primera vez, ella notó un resquicio en aquella muralla de acero que siempre lo rodeaba.

—Sí —susurró él, bajando la mirada—. Temo a lo que no debería sentir.

El silencio los envolvió. Ninguno se movió, pero en esa quietud la confesión quedó flotando entre ellos como un juramento roto. Elara, sin pensarlo, extendió la mano y rozó los dedos de Kael. Fue un contacto breve, pero suficiente para que algo invisible se encendiera: un latido, profundo y mágico, vibró en ambos al unísono.

Los ojos de Elara se abrieron con sorpresa. Él también lo había sentido. Lo supo porque Kael apartó la mano enseguida, como si el toque hubiera sido fuego.

—Perdonadme, princesa —dijo, su voz ahora dura y tensa—. No debí…

Se giró para marcharse, pero antes de perderse en la oscuridad añadió, en un murmullo apenas audible:

—Si vuestro corazón late así… es porque pertenece a alguien. Y no debería ser a mí.

Elara quedó sola bajo la luna, con los dedos aún temblando y el eco de ese latido resonando en su pecho.




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