Al amanecer, el palacio de Veyrath parecía brillar con la promesa de un nuevo día, pero para Elara, la luz del sol no traía esperanza, sino un recordatorio de lo inevitable: Dorian llegaría hoy.
Los tamboriles anunciaron su entrada y la corte se reunió nuevamente en el gran salón. Dorian apareció en el umbral, impecable, con un porte que exigía atención. Su sonrisa era tan perfecta como las joyas que adornaban su túnica, y sus ojos claros parecían brillar con inteligencia y… algo más que Elara no podía descifrar.
—Princesa Elara —dijo, inclinándose con cortesía y tomando suavemente su mano—. Es un honor conocerla al fin.
Elara respondió con una sonrisa medida, observando de reojo a Kael, que estaba rígido a un lado, como si pudiera leer la mente del príncipe.
Dorian se movía entre la corte con gracia, saludando a nobles y consejeros, demostrando encanto y cortesía en cada gesto. Todo en él parecía calculado. Incluso la forma en que miraba a Elara: atención intensa, pero sutil, como un cazador evaluando a su presa.
—Vuestra fama os precede —murmuró Dorian al acercarse otra vez a la princesa—. Me han hablado de vuestra inteligencia y valor. Un reino no podría encontrar mejor heredera.
Elara sintió un escalofrío. Sus palabras eran dulces, pero había algo en su tono que las hacía peligrosas, como si fueran un lazo invisible.
Kael intervino, con firmeza contenida:
—Alteza, recordad que la guardia está aquí para protegeros, no para halagar cortesanos.
Dorian lo miró de reojo, con una sonrisa apenas perceptible, y luego se inclinó ante Elara otra vez:
—Os aseguro que mis intenciones son nobles, princesa. Pero me doy cuenta de que vuestro corazón aún no está acostumbrado a la cortesía… ni a mí.
Elara contuvo la respiración. Su corazón latía al ritmo de Kael, pero el eco de la corona parecía despertar con cada palabra de Dorian. Había algo más en el príncipe: algo oscuro, potente y seductor al mismo tiempo.
Mientras la audiencia continuaba, Elara comprendió que no sería fácil distinguir entre encanto y manipulación, entre deber y deseo.
Y, lo más peligroso de todo, era que la corona ya comenzaba a latir.