Años después, los jardines del palacio de Veyrath estaban más vivos que nunca. Flores de todos los colores se mecían con la brisa, y el sonido de la fuente recordaba a todos los que pasaban la importancia de la paz y la armonía.
Elara, ahora reina consorte junto a Kael, caminaba entre los senderos floridos, sosteniendo en sus manos la Corona del Corazón, que ya no solo brillaba con magia, sino con la certeza de un amor sincero y duradero. Kael la acompañaba, su mirada siempre atenta y protectora, como en aquel primer momento bajo la luna.
—¿Sabes? —dijo Elara, sonriendo mientras colocaba la corona sobre un pedestal en la sala del trono—. Nunca imaginé que un objeto pudiera enseñarnos tanto sobre el amor y la valentía.
—Ni yo —respondió Kael, tomando su mano—. Pero lo hizo, y nos mostró que los corazones unidos siempre encontrarán la fuerza para vencer cualquier oscuridad.
El relicario de la corona latió suavemente, como un eco de su historia, recordando a todos que la verdadera magia no estaba en el poder, sino en la sinceridad, el coraje y la libertad de elegir.
Elara y Kael caminaron hacia el balcón del palacio, donde podían ver todo el reino. La gente saludaba, celebraba y vivía en paz. La princesa que una vez había dudado de su destino ahora sabía que el amor verdadero y la valentía podían cambiar el mundo.
Y mientras el sol dorado se alzaba sobre Veyrath, sus corazones latieron al mismo ritmo, prometiéndose que jamás dejarían que nada ni nadie rompiera ese vínculo. La corona los había elegido, sí… pero sobre todo, ellos eligieron el uno al otro, para siempre.