El sonido de los violines ya endulzaba mi oído cuando apenas entraba al salón. Decenas de máscaras extravagantes brillaban centelleantes bajo la luz de las lámparas de araña. Risas, aromas y copas de vino oneroso me rodeaban donde quiera que mirara.
Me pasee entre los corrillos de personas, a cada cual más poderosa, con conversaciones aburridas y muy probablemente por conveniencia.
Cada mirada me atravesaba como cuchillas afiladas, por consiguiente supe a la perfección que más de uno buscaba reconocerme tras mi disfraz, sin éxito, por supuesto.
Decidí que una copa apaciguaría mis nervios, me dispuse a caminar hacia la gran mesa perfectamente colocada en el centro de la sala, donde reposaban un conjunto de botellas y copas delicadas, listas para ser servidas.
—Permitame, señorita.— Un sirviente de uniforme oscuro se acercó a mi tan rápido como llegué, adelantándose y tomando la botella antes de que yo siquiera pudiera rozarla.
Observé como rellenaba la copa de un elixir dorado y efervescente.
—No era necesario...pude hacerlo yo misma—
El hombre parpadeó, como si no comprendiera mis palabras. Descifré en su rostro una mueca extraña, casi divertida, curvó levemente sus labios antes de volver a su expresión neutra.
—En este palacio nadie debe servirse a sí mismo madam—
La copa apareció en mi mano sin que pudiera evitarlo, el líquido brillaba centelleante bajo la luz de las velas.
Tragué saliva, la mirada de aquel sirviente penetraba en mi, causandome una gran incomodidad, definitivamente mi comportamiento había levantado sospechas. No debí ser independiente, apuntado.
El se inclinó apenas, con un gesto impecable de respeto y se retiró velozmente para atender a otros invitados.
Busqué reconfortarme en el sabor amargo del licor, nada mal por cierto.
Aunque aquello no calmó la presión que en mi pecho sentía.
Me obligué a observar a las damas cercanas, sus plumas, encajes y joyas refulgían sobre sus cuellos y sombreros. Sus movimientos eran fluidos y perfectos, casi como un ensayo para una gran obra.
Los míos, en cambio, se sentían torpes y ajenos. Cada gesto mal aprendido me recordaba una vez más que no pertenecía a aquel lugar y que nunca lo haría. Forcé una sonrisa, tratando de imitar la ligereza del resto.
Entonces lo sentí.
Una vez más, ahí estaba esa sensación, similar a la que me provocó aquel sirviente, pero con un matiz diferente.
Una mirada me quemaba desde algún rincón del salón, retiré mi atención de la copa y analicé la multitud a mi alrededor, en busca de quien quiera que me estuviera observando.
Ahí estaba.
Arrastré mis pies que ahora se sentían más pesados, y no por el extenso vestido. Caminé directa hacia aquella silueta, esquivando a personas danzantes que entorpecían mi paso, hasta que finalmente le tuve frente a mi.