La corte de las máscaras

Capítulo 4.

Deambulé por la sala analizando conversaciones ajenas, me percaté de quienes estaban más alto en la escala de poder por como les alababan y trataban de llamar su atención el resto, como si su misma vida fuese en ello.

Mantuve alguna que otra conversación breve y superficial con algunas señoras sobre vestidos y tocados, nada de relevancia. Me limité a sonreír y a asentir.

En la lejanía, pude contemplar las enormes puertas oscuras con detalles dorados, abiertas de par en par, que evidentemente daban al exterior, al gran patio de palacio. Caminé con gracia hacia ellas, tomando en mi camino una segunda copa de de la bandeja que portaba un sirviente, dejando atrás la vacía.

Una vez atravesé las extravagantes puertas, una corriente de aire fresco golpeó mi rostro, permitiéndome respirar apropiadamente de una vez por todas.

La noche era fría, apenas era octubre, las estrellas centelleaban en el cielo oscuro, y con ello, la luna iluminaba el precioso y enorme jardín que parecía no terminar nunca. Un camino enmarcado por rosales se mostraba ante mi, decidí caminar un rato por este para despejar mi mente y decidir mi próximo movimiento, no parecía haber nadie allí.

El crujir de la grava bajo mis pies era el único sonido que me acompañaba junto con el murmullo lejano de las melodías y conversaciones del salón. El aroma perfumado de las rosas rojas, dulce e intenso me envolvía como un espeso y agradable velo.

Me detuve un instante a observar unas peonías, su color resaltaba incluso en la oscuridad como una pincelada de color imposible de ignorar, al menos para mi.

Una fuente se reveló más adelante, con un mármol claro y perfectamente tallado brillando bajo la luz plateada de la luna. El agua caía en un murmullo hipnótico, y por un instante tuve la sensación de que alguien me observaba desde la penumbra.

Apreté con firmeza mi copa y continué caminando sin perder mi compostura. Si había alguien allí observandome, no sería yo la primera en mostrarme débil.

El rumor del agua se mezcló de pronto con un leve crujido, distinto al de mis propios pasos. Vale, ahora si en definitiva, no estaba sola.

Giré el rostro y traté de divisar a ese algo o alguien que me acechaba en la oscuridad. Los primeros minutos no divisé a nadie, giré en mi sitio para echar un vistazo a mi alrededor, y allí estaba.

Lo vi, a pocos metros de mi, apoyado con una naturalidad y una calma surrealistas sobre una columna de un gran arco, observandome fijamente.

Era un joven de cabellos oscuros que brillaban con reflejos argentados bajo la luz de la luna. Una máscara burdeos cubierta por lo que parecían ser escamas ocultaba la mitad de su rostro en vertical, dejando al descubierto una mandíbula firme y marcada y unos labios curvados y carnosos con una sonrisilla casi imperceptible.

Reconocí en el mismo instante en el que lo vi la gran semejanza. No cabía duda alguna de que aquel era el hijo del caballero con quien había cruzado palabras en el salón poco antes. Poseía la misma mirada incisiva y tajante de su padre, aunque el emanaba un aire más rebelde, más vivo, como si llevara el peso de la herencia con demasiada desgana...

Avancé unos cuantos pasos hacia el, dudosa y en silencio.

—Vaya...No esperé encontrar compañía aquí afuera— Dijo, escaneandome con una mirada penetrante. Sus ojos parecían ser...¿verdes? O quizá azules, la oscuridad me hizo una mala jugada.

Alcé la copa ligeramente, sin apartar la vista de el.

—Y, sin embargo...¿aquí estamos no?— Dediqué una falsa sonrisa.

Sus ojos claros pero de color incierto me contemplaban con una curiosidad que casi rozaba la osadía, luego me devolvió una sonrisa, radiante y sumamente blanca.

—¿Podría tomarme el atrevimiento de preguntar su nombre, querida?—

—Mi nombre es Beatriz...¿y vos sois?...

—Carlos, Don Carlos de Lencastre— Mencionó, vacilante.

—De Lencastre...— Repetí para mi misma, saboreando el apellido entre mis labios. Fingí completa indiferencia, aunque la conversación que mantuve con su padre un rato atrás seguía resonando en mi mente.

Carlos se inclinó apenas, con una mano en su pecho y otra sonrisa radiante.

—Me temo que mi apellido suele precederme— Dijo ladeando su rostro.

No respondí de inmediato, preferí dar un sorbo a mi copa, sintiendo el líquido amargo atacar a mis sentidos y bajar por mi garganta, quemando.

—Y dígame Don Carlos...— Comencé, con un tono suave pero incisivo. — ¿Acostumbras a observar desde las sombras a las damas o tan sólo esta noche decidió practicarlo?—

El soltó una breve y grave risotada, que rompió el absoluto silencio del jardín, haciendo que me remueva en mi sitio.

—Lamento si la hice sentir como una presa— Se incorporó con un movimiento fluido, despegandose de la columna y avanzando hacia mí.

Finalmente pude distinguir mejor sus ojos, un tono entre el verde y el gris, bastante peculiar y opalino.

—Quizá simplemente me encontraba esperando a la única persona interesante que tomaría la decisión de abandonar ese salón sofocante y tedioso— Continuó.

Sentí que sus palabras tenían un ápice de halago, pero también de provocación.

Lo observé avanzar hasta quedar a escasos pasos de mí, más cerca de lo moralmente permitido. El aire frío del jardín pareció disiparse bajo la intensidad de su presencia. Podía ver claramente ahora la curvatura de su sonrisa y los discretos hoyuelos que se formaban a sus lados.

—No sé si llamarle atrevido o imprudente— Dije, sosteniendo su mirada sin titubear, sorprendentemente.

—Llámeme como guste, Beatriz — Respondió con una voz suave pero arrogante. —Al fin y al cabo, las definiciones nunca han cambiado lo que soy.—

Aquella respuesta me dejó un regusto extraño. Antes de que siquiera pudiera replicarle, el sonido de una campana resonó desde el interior del palacio, anunciando el discurso que inauguraría la semana de las máscaras. Las melodías del salón se intensificaron, como si reclamaran nuestra presencia.



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En el texto hay: misterio, romance, mascaras

Editado: 13.09.2025

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