La Cortesana del Tiempo

El despertar de la Cortesana

Cerré los ojos y abracé el silencio.
La oscuridad me envolvía mientras yacía tendido en la cama de mi departamento vacío. La mesa del comedor, sepultada bajo una montaña de boletas impagas, era el único testigo de mis días arrastrados. En mi mente, una imagen persistía con una cruel nitidez: su rostro torciéndose en una mueca de decepción.

Me había preparado para una negativa, o eso creía. Pero no estaba listo para ese gesto. No de ella. No después de todo. Quise salir corriendo de la cafetería, desaparecer entre el bullicio, desvanecerme. No era solo su rechazo: llevaba tres meses sin empleo, y cada entrevista fallida era un clavo más en el ataúd de mi autoestima. Sentía que era una decepción para todos, incluso para mí mismo.

Y en esa rendición, me dejé llevar por una luz. Una luz cálida y brillante, como un susurro que emergía del centro de mi pecho. Allí, guardado como un relicario sellado, latía un secreto. Un deseo. Un sueño que apenas me había atrevido a nombrar.

Cuando abrí los ojos, ya no estaba en mi cuarto.
Estaba de rodillas ante una mujer de belleza sobrenatural. Una sacerdotisa envuelta en sedas pálidas, con ojos dorados que no solo me miraban, sino que me veían. Veían todo.

—Mi nombre es Drusila, sacerdotisa de Venus —dijo, con voz de terciopelo y poder antiguo—. Veo tu dolor, pequeño Claudio... pero también veo tu verdadero ser.

Se inclinó sobre mí y acarició mi frente con un dedo perfumado de mirra e incienso. Sentí la calidez de su tacto como si pudiera atravesar mi carne y tocar el alma que había mantenido oculta durante tanto tiempo.

—Deja que tu cuerpo revele la verdad que has temido mostrar —susurró—. Permite que tu sangre mute tu carne, y que ésta se moldee para reflejar lo que siempre fuiste.

Sus palabras eran como puñales suaves y ardientes. No entendía del todo cómo había llegado hasta allí, pero su voz —hipnótica, envolvente— me llamaba con una promesa irresistible.
Entonces lo sentí. Un cambio. Primero en mi piel, que se alisaba bajo la luz plateada de una luna que no recordaba haber visto nunca. Luego, más profundo: en mis huesos, que parecían moldearse con una lógica nueva, como barro fresco en manos de una fuerza divina.

Un cosquilleo me invadió el pecho. Ardía, palpitaba. Como si algo atrapado durante años hubiese decidido liberarse de golpe. Mis pechos crecían —no de forma abrupta, sino como una flor que se atreve por fin a abrirse bajo el sol. No era solo un cambio físico. Era un símbolo. Una verdad reprimida que por fin encontraba forma.

El miedo, que tanto me había acompañado, comenzaba a disolverse como escarcha bajo el sol. Y con él, la ansiedad por el futuro. Una mezcla embriagante de temor y fascinación llenó mi pecho, como si estuviera naciendo a una nueva realidad, más cercana a lo que siempre supe, pero nunca pude decir.

Drusila, serena y luminosa, me ofreció una copa dorada con vino.

—Bebe —dijo con dulzura—, y verás lo que siempre anhelaste.

Recibí el cáliz con manos temblorosas. Al llevarlo a los labios, un sabor salobre, dulce y profundo inundó mi boca. Al tragar, mis labios se volvieron carmesí, como si el vino sellara en mí una nueva identidad.

De pronto, una visión me invadió: unas mujeres me rodeaban, cálidas, sonrientes. Una de ellas me colocaba un pendiente de perlas; otra delineaba mis ojos con kohl. No era una ceremonia forzada. Era un reencuentro. Me veían, y no con juicio, sino con una alegría que irradiaba amor puro.

—Eres una de nosotras, querida —dijo una de ellas, con una voz que reconocí como un eco de algo que siempre había deseado oír.

—Sigue bebiendo. Tu renacimiento te espera —susurró Drusila.

El vino acariciaba mi lengua, suave y tentador, como si estuviera hecho del mismo material de los sueños. Cada sorbo encendía una chispa en mi interior. Un fuego sagrado. Me sentía viva. Me sentía yo.

—Acostúmbrate a sentir... a vivir, querida —dijo la sacerdotisa con ternura—. Naciste para eso: para probar el néctar del amor y de la vida...

Hizo una pausa, y en ese silencio pronunció mi nombre.

—Claudia.

Y ese nombre sonó tan correcto, tan verdadero, que me estremecí. No era un apodo. No era una fantasía. Era mi nombre. El nombre que por fin me permitía habitar.

Sentía como mientras más tomaba ese vino salobre mi cabello crecía mis músculos y huesos se rearmaban

—¿Deseas sentir el amor en ti? —preguntó Drusila con una sonrisa suave, cargada de una ternura profunda.

Mi cuerpo, en respuesta, se arqueó, como si supiera lo que venía antes que mi mente. Una sombra surgió del velo de la visión, envuelta en luz tenue, y me besó. No era un ser amenazante, sino una presencia protectora y amorosa, que llenaba un vacío que nunca había sabido nombrar hasta entonces.

Me sentí acariciada, abrazada no solo en carne, sino en espíritu. Amada. No como objeto. No como adorno. Sino como alguien vista por completo. El amor no era allí una transacción ni una posesión. Era deseo de hacer feliz. De fundirse, aunque fuera por un instante, en el otro. De compartir lo sagrado del encuentro.

La sombra me condujo a un lecho tejido de flores, incienso y luz. Al principio, el contacto fue un choque: una ola que removía siglos de dolor. Pero pronto, el dolor se volvió dulzura, como si la herida misma encontrara bálsamo en cada caricia. Mis caderas se ajustaban al ritmo de esa pasión silenciosa. Mis pechos crecían con cada latido. Mi cuerpo, moldeado por la danza del amor, se entregaba a su forma definitiva, naciendo en cada suspiro.

Y en medio de esa unión, escuché de nuevo la voz de Drusila, profunda, sagrada.

—¿Sientes cómo su amor te guía? ¿Cómo te revela? Sírvele. Complácelo. No como esclava, sino como quien ama con el alma desnuda. Deja que te libere, Claudia.
Naciste para esto: para encender corazones. Para guiar almas.
Eres una cortesana.

Y ese título, lejos de pesar, me elevó. Porque en su voz, cortesana no era una sombra, sino una luz. Una sacerdotisa del deseo. Una guardiana del amor.
Una mujer nacida para vivir plenamente, sentir profundamente, amar sin temor.




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