Esa noche, la lámpara de bronce proyectaba sombras de cuerpos sobre los lechos de ébano y almohadones de seda. Las figuras danzaban entre risas, vino y mieles, en un juego ritual donde el deseo y la ternura se entrelazaban con la misma naturalidad que la brisa y la música. Hizo gracia ver a los invitados divertirse con el juego de la ruleta —una tradición antigua, pero eternamente vigente en este templo del placer compartido.
Mi voz, suave y firme, se alzó entre el murmullo del salón mientras acariciaba dulcemente a uno de los invitados, un hombre de manos cansadas y ojos sedientos de belleza.
—El amor es como un poema. Cada verso, una caricia; cada palabra, una luz en medio de la oscuridad. Cuando la entrega es sincera, ilumina incluso la noche más larga.
Otro de los invitados no buscaba caricias ni vino, sino consuelo. Me pidió que le hablara, que le hablara desde el corazón, como quien busca un puerto después de naufragar. Sus ojos estaban vidriosos. Heridos.
Me acerqué despacio y tomé su mano entre las mías.
—Estoy segura de que ella siempre te amó. No querría verte triste. Porque los grandes amores no mueren… solo cambian. Se vuelven uno con las estrellas, con la vida. Esas lágrimas que hoy duelen, mañana serán el puente que te lleve —en su debido momento— a reencontrarte con el amor… y con la vida.
Él asintió, conmovido. A veces, basta una voz para remendar un alma rota.
Cuando la velada terminó y los invitados se fueron uno a uno, me tomé un instante en silencio. Pero mis ojos no se posaron en los restos del festín, ni en las copas vacías. Se fijaron en una sombra tras la cortina, ligeramente temblorosa.
Sonreí.
—¿Te gustó la velada, Silvia?
La cortina se corrió apenas. Silvia salió lentamente, con las mejillas encendidas.
—Yo… ¿Cómo sabías que estaba ahí?
—No crees que el truco de esconderse tras la cortina es algo antiguo, incluso aquí… —le dije, alzando una ceja con suavidad.
—Solo velaba por tu seguridad —respondió, con una mezcla de defensa y ternura.
—Pues ya ves. Fue una velada tranquila. Aquí no siempre se desnudan cuerpos… A veces se desnudan almas. Y la mejor caricia para un alma es sentirse escuchada
Ella me observó un momento en silencio. Sentí que algo quería decir, pero no encontraba las palabras. Bajé la mirada con una sonrisa juguetona.
—Quizá debería dedicarme a ser VTuber. Mi voz ahora es linda y...
La mirada perpleja de Silvia me devolvió de golpe a la realidad de dónde estaba. Me reí entre dientes, avergonzada.
—Creo que el vino me está haciendo mal. Vamos, mejor nos preparamos para dormir.
Ella asintió en silencio. Y por un momento, mientras caminábamos juntas hacia los aposentos, supe que algo había cambiado. Tal vez no lo admitiría aún, pero había escuchado. Había sentido. Y quizás, en algún rincón secreto de su alma, comenzaba a despertar.
Mientras me preparaba para dormir el sol naciente iluminaba mis senos sentía que también estaba despertando
—Creo que el vino me está haciendo mal. Vamos, mejor nos preparamos para dormir .— dije con una sonrisa tímida.
Ella asintió en silencio. Y por un momento, mientras caminábamos juntas hacia los aposentos, supe que algo había cambiado. Tal vez no lo admitiría aún, pero había escuchado. Había sentido. Y quizás, en algún rincón secreto de su alma, comenzaba a despertar.
Al día siguiente, fuimos juntas a los baños termales.
El vapor envolvía nuestros cuerpos desnudos, difuminando las líneas entre nosotras como si la distancia se disolviera junto al calor. El agua, perfumada con esencias de rosas y mirra, dibujaba espirales suaves entre nuestros hombros, nuestras piernas, nuestros silencios. Después de una noche tan vivida de emociones y palabras, descansar el cuerpo era, simplemente, maravilloso.
—Mente sana en cuerpo sano —murmuré, recostándome con el cabello mojado pegado a la espalda, flotando entre el vapor como un hilo de noche.
Silvia, sentada a mi lado, apoyaba la espalda contra el mármol cálido. Su rostro parecía más sereno, menos endurecido. Pero sus palabras, cuando llegaron, no fueron un desafío. Fueron una duda. Un ruego.
—¿Y tu alma, Claudia?
Me sorprendió su tono. No había juicio en él, sino una auténtica inquietud. Un deseo de comprender.
—¿Sabes? —Respondí mientras me sumergía un poco más en el agua— Estar juntas así, compartiendo el día a día... este baño… Para mí, ya es una gran bendición de Dios.
Silvia ladeó la cabeza. Parecía meditar mis palabras con cautela, como quien intenta entender cómo algo tan mundano podía, al mismo tiempo, ser algo tan sagrado.
—¿Una bendición? Puede que complacer los caprichos de los hombres tenga para ti cierta gracia… pero no me digas que por eso elegiste este camino.
—No fue por ellos —admití, en voz baja.
—Entonces… ¿por qué?
Cerré los ojos, como aquella vez en la cama, cuando todo comenzó. Dejar que las palabras salieran me costaba menos ahora… pero todavía dolían, como cicatrices que sanan con el sol, no con la sombra.
—Antes… sentía que nadie me entendería. Ocultaba mis sueños, mis anhelos… hasta el punto de olvidar lo que era vivir, lo que era sentir. Veía el rechazo en los ojos de hombres y mujeres. Sentía que tenía que dar explicaciones. Justificar mi existencia. Siempre estaba al debe.
Tenía miedo… miedo de estar frente a otros, miedo de acariciar, de creer que algún día podría decir lo que siento sin temor.
Silvia no respondió. Me miraba, respirando despacio, como si mis palabras fueran piedras que iba recogiendo una a una para construir algo nuevo en su interior.
—¿Pero cómo pasaste de eso… a esto? —preguntó finalmente—. Tú no te expresas como las demás cortesanas. No me tratas como los demás tratan a sus esclavas. No entiendo… por qué eres tan distinta. ¿Por qué algo tan mundano puede volverse… sabiduría?
Le sonreí, bajando la voz como si estuviera compartiendo un secreto con el universo entero.
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Editado: 08.11.2025