La cosa del más allá

Medianoche

La oscuridad cubría las viejas calles de la ciudad. Las luces de las linternas apenas alcanzaban a alumbrar una pequeña fracción de los viejos callejones empedrados, dejando casi todo lo que existía en la oscuridad.

Y ahí, en medio de la penumbra, estaba él

Su rostro se hallaba cubierto por una máscara blanca, contrastando con el negro a su alrededor. Pero así lo había pedido ella. Ella, que comúnmente lo visitaba en sueños, ella, la luz que calentó su corazón roto. Ella, la que en medio de la agonía que lo embarcaba, le tendió su mano.

Ella que le suplico, con lágrimas en los ojos, que la esperase en ese lugar. Que hiciera el ritual que la ayudaría a pasar, para así poder reunirse con él más allá del mundo de los sueños.

En su espera, él vio como un carruaje antiguo paso por las empedradas calles cargando una montaña de féretros. La epidemia había diezmado el país, ver ese espectáculo no era extraño. Lo peor es que no sabían que lo causaba. Al principio en cuanto una persona enfermaba, era puesta en cuarentena y cuando moría, sus restos eran cremados. Pero estas acciones eran inútiles, la enfermedad se propago, incluso si las nuevas víctimas no habían tenido contacto nunca con el enfermo anterior.

La enfermedad no respetaba edad, sexo ni posición social. Inclusive el mismo Papá murió en agonía.

Lo síntomas iniciaban con una ligera fiebre que no duraba mucho. Después seguían los sangrados de nariz, ojos, oídos y encías. Eso era lo menor, porque luego venía la transformación del cuerpo.

A las personas les brotaban tentáculos, cuernos o cola, su piel se volvía escamosa y sus músculos rígidos. El dolor que sentían al transformarse era terrible. En el peor de los casos, sus cuerpos se volvían una masa de pelo deforme.

Y aun así seguían consientes, implorando por una muerte piadosa.

Nunca les era concedida, por supuesto. Los buenos hombres de dios no mataban a los suyos. Al menos eso decía el cura.

Así los enfermos morían después de semanas en aislamiento, sin comida y agua. Aunque se las dieran, aquellas bocas selladas por capas de piel amarillenta ya no podían consumir nada. La familia únicamente abría la puerta cuando ya no se escuchaban los gritos. Y siempre encontraban lo mismo: una masa amorfa y gelatinosa donde antes hubo un ser humano.

Lo mismo le había estado a punto de pasar a él. Durante días pidió misericordia y oró a un dios sordo. El dolor de su cuerpo al derretirse era insufrible. Y aun así, encontró, de alguna forma extraña, tiempo para dormir.

Ya estaba al final de su vida cuando ella apareció en su sueño por primera vez. Lo calmo, le dio agua y susurro palabras dulces a su oído.

Cuando despertó a la mañana siguiente, estaba completamente curado, sin sed ni hambre. Un auténtico milagro.

Desde entonces ella venía a él, susurrándole y dándole ánimos. Así fue la primera noche de su huida, cuando el cura dictamino que su escape de la enfermedad fue obra del demonio e intentaron matarle. Así fue durante sus largas noches de soledad y frío. Así fue hasta que el día anterior le pidió encontrarse con ella en ese lugar, con la promesa de que le daría el secreto para curar la enfermedad.

Él no podía desconfiar de ella, su salvadora. Deseaba verla, así que cuando la frágil figura de una mujer apareció en la calle, iluminada por las tenues luces, él no pudo ocultar su emoción y felicidad. Corrió hacia ella y la abrazo, llorando por poder tocarla por primera vez.

—Ven —le dijo con una voz suave, hermosa, tan familiar para el que parecía haberla estado escuchando toda su vida—. Debemos ir.

Lo tomó de la mano y comenzó a guiarlo. Caminaron durante horas, puede que incluso días, pero él ni siquiera lo sintió, solo veía, hipnotizado, a la mujer de la que se había enamorado pérfidamente.

Al final llegaron a una sucia granja, aparentemente deshabitada por décadas. Cerca de ahí no había nadie más, ni siquiera animales. Era como si la vida escapara instintivamente de aquel lugar.

Ella se dirigió al granero, aun tomada de la mano de él.

—Ven, hay que apresurarse.

En medio de aquel ruinoso granero había un círculo dibujado, lleno de extraños símbolos. Ella comenzó a desnudarse y se dirigió hacia el centro de aquel círculo, siempre sonriendo.

—Ven, ven. Une tú cuerpo con el mío. Seamos uno solo por la eternidad —dijo, con una sonrisa seductora.



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En el texto hay: caos, ella

Editado: 07.12.2018

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