Suspira mientras mueve la última cuenta hacia la izquierda, susurrando el siguiente Ave María.
—Ave María, llena eres de gracia, el Señor es contigo...
Su plegaria es interrumpida por una de las hermanas.
—Hermano, hay alguien esperando por usted en el teléfono. —Él asiente, deja el rosario que antes colgaba de sus dedos y camina sin prisa fuera de la capilla.
Cuando sale, los demás monjes lo saludan con alegría y respeto. Las hermanas le sonríen con dulzura y los niños pequeños que corren de ahí para allá se interponen en su camino hasta la sala de reuniones.
Llega al salón, encontrando allí al auricular del teléfono descolgado, esperando por él. Toma el teléfono y contesta, con voz suave.
—Buenos días, paz y bien. —Sonríe cuando pronuncia el célebre lema del Colegio Inmaculada Concepción. Una voz grave carraspea y, entonces, su semblante se ensombrece.
—El plan ha sido concretado con éxito, jefe. No hay moros en la costa —dice roncamente el hombre del otro lado.
—Gracias. Nos veremos luego —se despide y cuelga.
Un minuto de silencio escalofriante, luego... Ríe, se ríe contento, ríe satisfecho. Ríe.
Piensa en su familia, en cómo se han de encontrar, cómo su esposa debe de estar aguardando, ansiosa, por él, cómo sus hijas están apocadas aún por los sucesos en los en que se vieron involucradas, en las dificultades que implicaron todos los preparativos de su maquinación, en lo engorroso que resultó ser tener que custodiar aquel secreto que cada vez tomaba más fuerza.
Sin embargo, todo valió la pena, sopesó, orgulloso.
Los cerúleos ojos de su hijo atravesaron su mente como un latigazo. La mirada de Joseph siempre había sido la misma: una extraña amalgama de melancolía que lo acompañaba desde que su madre había fenecido, y brío, del más puro y osado. Tan distinta a la de Carlos, quien poseía unos verdosos y magníficos orbes que acostumbraban a contemplar a todos y a todos con incordioso pavor y titubeo.
Sus hijos eran tan contrarios. Mas ambos habían sido criados con la misma disciplina, la misma ambición. Ambos con el similar deseo de poder convertirse en el líder de la mafia más vigorosa de la tierra italiana. Una sonrisa se adueñó de sus labios, cínico.
Era una lástima. Había tenido que liquidar a sus únicos hijos varones. Sin embargo, no podía dejarlos. Se estaban trocando en una competencia que no había de tolerar, que ninguno de los dos habría de ganar.
Lo relevante es que había triunfado, a pesar de las pérdidas acontecidas. Mas eran daños necesarios. Todos lo eran.
Gracias a ellos, Cassido D'Amico había logrado de nuevo su cometido.
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Editado: 04.07.2020