“No toda salvación es un acto de amor. A veces, es sólo el hambre con otro nombre.”
La Siembra de los Creyentes
No sé con certeza cuándo dejamos de esperar la lluvia, pero sí recuerdo la última vez que alguien murió con los ojos cerrados.
Fue Elías, el hijo menor del herrero. Aún creía en los milagros cuando la fiebre lo alcanzó. Murió en su cama, con la piel pegada al hueso y la mirada fija en el techo. Tenía una sonrisa en el rostro, serena, como si hubiera visto algo que nosotros no. Tal vez lo hizo. Tal vez vio lo que estaba por venir, y por eso partió en paz.
Lo enterramos con las manos. Las palas estaban oxidadas, y nadie quiso tocarlas. Algunos decían que era mala suerte enterrar con hierro muerto. Otros simplemente no tenían fuerzas para cargar más que sus propios huesos.
Desde entonces, no crece nada.
Ni los hijos, ni los brotes.
Ni la fe.
Mi nombre no importa. Aquí ya no usamos nombres. Nos llamamos por lo que hacemos, o por lo que aún no hemos perdido: “el que todavía tiene mula”, “la que no habla”, “el que entierra”. A mí me llaman “el sin fe”. Y no los corrijo. Tienen razón.
No es que me falte la fe… simplemente no me queda a quién dársela.
El templo lleva cerrado desde hace años. Fue construido en honor a un santo que, según dicen, realizó su primer milagro en este mismo pueblo. Nadie recuerda su nombre. Nadie recuerda el milagro. Es una historia que se contaba desde los tiempos del abuelo de mi padre, y aun entonces, ya parecía más un eco que una certeza. Lo único que quedaba era una estatua mutilada en el altar: apenas las piernas de piedra, firmes, manchadas, con una rodilla levemente flexionada, como si hubiese estado esperando arrodillarse. Tenía una pequeña cucharilla esculpida sobre el tobillo izquierdo, y una grieta sobre la frente que alguien había cubierto con una venda desteñida.
Alguien, tal vez un niño o una vieja enloquecida, dejó pan seco a sus pies. Otro colocó una taza vacía, vuelta hacia el cielo, como si esperara que algo invisible la llenara. Las ofrendas no eran frecuentes, pero nunca desaparecían. Solo se multiplicaban, lentamente, como si el abandono también tuviera rituales.
Alrededor crecen hongos con formas inusuales, algunos en espiral, otros con bordes rojos como labios resecos. Nadie los toca. Incluso los insectos evitan ese rincón, bordeándolo con una reverencia que parece instintiva. La luz entra por una rendija del techo y da justo sobre los tobillos de piedra, iluminando lo que ya no puede avanzar.
Un ídolo así no podía darnos esperanza. Solo hambre.
Agramonte fue un pueblo normal, si es que eso existe. Tierra generosa, pan abundante y siestas largas. Nunca fuimos ricos, pero teníamos lo necesario: pozos profundos, animales sanos, campos fértiles… y gente que sabía reír. Aquí se reía hasta por costumbre, incluso cuando la espalda dolía de tanto trabajar.
Pero un día, sin aviso, los pozos se secaron.
Después, los animales empezaron a enfermar. Algunos nacían muertos. Otros nacían con bocas que no podían cerrar. Las plantas dejaron de florecer, y la tierra se volvió dura como hueso bajo el sol.
Dicen que fue el agua. Dicen que fue la peste. Dicen que fue el cielo, harto de nosotros. Yo no sé qué fue. Solo sé que cuando más necesitábamos ayuda, nadie vino.
Semanas después de que los primeros enfermos cayeran, llegó un coche polvoriento desde el norte, arrastrado por caballos que parecían no tener sombra, como si el sol se negara a reconocer su existencia. El polvo no se alzaba con sus cascos. Solo se adhería a ellos, como carne seca.
Del coche descendieron tres figuras cubiertas con trajes grises, máscaras de vidrio opaco y armas largas como cruces invertidas. No dijeron sus nombres. No ofrecieron consuelo. No preguntaron nada. Solo actuaron.
Quemaron las casas de los primeros en caer, sin advertencia ni ceremonia. Encerraron a los que deliraban en la vieja escuela, martillando tablas en puertas y ventanas como si sellaran no sólo cuerpos, sino algo más antiguo que no querían que saliera. Clavaron tablones en las entradas principales y pintaron símbolos rojos sobre la piedra. No eran letras, ni números. Parecían espinas dibujadas a mano.
El letrero aún cuelga en la entrada del camino norte.
“ZONA EN CONTENCIÓN. NO INTERVENIR.”
Nadie se atrevió a quitarlo.
Eso fue todo. Nadie más cruzó la línea.
No mandaron médicos.
Ni pan.
Ni cartas.
Solo el silencio. Y nosotros.
Después de aquello, Agramonte dejó de ser un pueblo y se convirtió en un bostezo de tierra seca.
Las semanas pasaban sin que nadie contara los días. El tiempo se medía en cosas que dejaban de funcionar: el pozo que ya no daba agua, el molino que dejó de girar, la mujer que un día dejó de hablar y nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.
El mercado se desarmó primero. Los tenderos desaparecieron. Nadie tenía nada que vender, y nadie tenía ganas de comprar. Solo quedaban canastas vacías y frutas que se pudrían sin que las moscas las visitaran. La escuela quedó vacía cuando el maestro enfermó y nadie lo reemplazó. Su silla aún sigue allí, con una mancha en el asiento que nadie se atreve a limpiar.
Las calles comenzaron a tragarse los pasos. Donde antes se reunían niños con palos y juegos, ahora sólo quedaban charcos secos y una caja de madera donde alguien había dibujado con carbón un rostro pequeño y amable. Tenía los ojos ocultos y una cuchara en la boca, como si reflejara lo que sentían los pobres niños en esta situación.
Al principio la gente intentaba fingir normalidad. Salían a barrer sus entradas como si barrer pudiera espantar la angustia. Organizaron misas vacías con oraciones huecas frente al templo. Alguien incluso propuso celebrar el Día del Santo Olvidado. Pero nadie recordaba el día. Ni su nombre. Ni lo que hizo. Empezamos a olvidar.
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Editado: 31.05.2025