El niño corría desesperado y aterrorizado a través del bosque, esquivando árboles, arbustos, ramas tendidas a lo largo del camino y piedras. Llevaba consigo una lámpara de gas en ambas manos, buscando seguridad pero también aferrándose a lo que podría ser una única y última luz de esperanza.
El vehículo jamás se detuvo, pues entre la lluvia y la penumbra el niño era una silueta más, difuminada entre todas las formas que le daban forma a la visión del conductor.
Sin alternativas, y sin fuerzas, el pequeño corrió y divisó una casa en un árbol: su salvación.
Se apresuró nuevamente y escaló usando los tablones clavados al costado del grueso tronco para poder llegar a lo alto de éste y entrar a la guarida.
Al ingresar, con fuerza cerró la puerta tras de él y se arrinconó en la oscuridad del espacio que lo rodeaba, mientras la lluvia golpeaba la techumbre incesantemente.
Encendió la lámpara y de pronto la estancia tomó un color amarillento producto de la luz que emitía. Las tablas, unas al lado de la otra, no permitían observan nada hacia el exterior, por lo que sus oídos se transformaron en los sentidos más confiables de todo lo que sucedía más allá de los muros.
A los pocos segundos, el niño escuchó pasos y arañazos que se desplazaban alrededor de la cabaña. Temblando, se aferró a la luz y el calor de la lámpara, la cual paulatinamente comenzó a disminuir su brillo. El círculo de luz que emitía el objeto iba en decremento. Pronto, a medida que los arañazos y ruidos al exterior se hacían más intensos, la lámpara emitía sólo un pequeño haz luminoso, apenas suficiente para esclarecer sus entumecidas manos y su horrorizado rostro.
De pronto, una mano se introdujo entre la puerta y el umbral, abriéndola lentamente. Una mano negra, con garras y cicatrices en la piel que la cubría. Y luego un rostro tan macabro como el del demonio que muchos años después entraría en su cabeza…
Y de pronto la luz…
Y de pronto los alaridos…
Y de pronto el salto al vacío…
Y finalmente la inconsciencia.
Al recobrar el conocimiento, estaba tendido sobre un abundante charco de sangre, en la sala de estar de su antigua casa. Pero sus ojos no eran los mismos, eran menos agudos, más cansados. Al levantarse, sintió una molestia en su cuerpo: heridas, sangre y muerte.
Caminó arrastrando ambos pies por la estancia, para poder llegar a su guarida. Atravesó la sala de estar, el pasillo, y subió las escaleras, siempre arrastrando los pies.
Al llegar arriba, giró a la derecha y entró en la primera puerta que tenía frente a él. Dejando una continua marca de sangre desde el lugar del cual se levantó hasta donde terminaría su viaje, en el armario.
Abrió las puertas del mueble, y entró en él.
Al darse la vuelta para cerrar ambas puertas, pudo ver su propio reflejo en el espejo que permanecía inmóvil en la pared opuesta de su cuarto.
Y vio el cuerpo de un anciano, sangrante y abatido. Su piel blanca como la nieve, sus manos arrugadas y sus piernas debilitadas. Su cuello con heridas de mordiscos y su cuerpo con arañados y magulladuras. Pero su rostro, su rostro era el de una criatura tan aterradora como el infierno mismo. Carecía de ojos, y sus cuencas permanecían vacías, mostrando una oscuridad intensa y embriagadora. Una sonrisa tan malévola y espeluznante, con grandes dientes puntiagudos, y una lengua que sobresalía varias pulgadas fuera de su boca.
Cerró ambas puertas, y la entidad, mitad humana, mitad monstruo, se perdió entre las sombras.
A los pocos segundos dentro del armario sólo estarían las ropas que siempre había contenido.
Pero, más allá del mundo que conocemos, en algún lugar oscuro y lleno de sufrimiento, el extraño ser se transformaba lentamente en una horripilante criatura cubierta de piel negra y cicatrizada por diversos ataques. Ahora, además de todas las marcas, lo cubrían quemaduras de diversos grados e intensidades.
La criatura del armario había renacido, usando el cuerpo del abuelo del pequeño como medio para llevar a cabo su propósito: su anhelada venganza contra el niño que había causado esas terribles heridas…
Tomy entró a la casa luego de casi 18 años para darse cuenta de que todo estaba tal como poco a poco lo iba recordando.
La sala de estar, el comedor, las escaleras al final del pasillo, el baño…
Era un lugar familiar, se sentía en casa.
Los episodios en su memoria eran parte del pasado, aquella trágica muerte unos metros más allá aún era un borroso sueño casi ajeno, pero permanecían allí, en lo más profundo de su mente.
Al ingresar, los pasos hacían crujir el suelo de madera. Su padrastro iba tras él, alumbrando cuidadosamente en cada parte. Intentaron encender las luces, pero era evidente que sería inútil.
-Con cuidado hijo, puede haber alguien quizás viviendo en la casa o algún animal salvaje.
Editado: 03.01.2023