La Dalia Prohibida

Capítulo VIII: El Demonio del Foso

   Todos los sucesos acaecidos a partir de que los jóvenes dalianos comenzaron a ahondarse en el estrecho Dóride, resultaban paradójicos a los tiempos que se estaban viviendo en Hatria. Los hechos de Escila y Caribdis, ciertamente habían acariciado con manos desabridas las realidades de los muchachos. Sucedieron tan impropias las aguas de Nerós frente al Fondeadero de Aegea que dio a pensar terribles especulaciones a las mentes más intranquilas que conformaba al Dalia ton Ágape. ¿Qué había desagradado tanto a los dioses del mar para que permitiera tal feroz fatalidad? ¿Trascendía a algo tan repugnante llevar junto consigo este nombre: el del daliano? Era indiscutible que históricamente la reputación que contenían los marinos que ostentaban este tratamiento concurría dudosa e imprecisa. Pues muchos gobiernos solían tacharles de impuros, viciosos y hasta deshonestos solo porque acostumbraban a pensar diferente. Poseían una talasocracia (poder marítimo) basada en el conocimiento más allá de los mares, donde mercantilizaban la información como una rama más de una economía autosuficiente. Además de que conservaban comportamientos únicos y muy pocos ortodoxos a la hora de hacer las cosas. Elementos que a la hora de la verdad lo único que hacía era mal juzgarlos (tanto por reyes de la tierra como por el panteón divino). Pero también preexistía un segundo contexto que desconocían las mentes dalianas: ¿era seguro que Nerós tuviese que ver con los acontecimientos del Dóride? O peor aún, ¿constaba la posibilidad de que el Concilio de Egan tuviera algo que ver con esto? Lo cierto era que aún no brotaban respuestas algunas para tales cuestiones. Todo fue muy repentino, y de alguna manera las cosas se mantenían a un orden inquietantemente turbio.

   La duda se perpetuaba. En el Averno, Karolos demostró frente a Corban que no todos los divinos conocían a “los dalianos”. O muy probablemente, Dalia era un “asunto” que aún no se extendía más allá de las afueras del Concilio, convirtiéndose en algo innegable que esto era un tema arisco en el momento actual.

   Corban Quinn junto al guardián de las sombras había decidido esclarecer una materia un poco diferente, pues se había tropezado con secretos tan suculentos de su familia, los cuales simplemente no podía ignorar. Pero no todos corrían la misma suerte del venturoso espectro. De alguna manera la inmortalidad de Corban hizo que los hechos acontecidos al enfrentarse con uno de los guardianes del inframundo no concluyeran en la fatalidad de su muerte. Algunos se encontraban aun sin rumbo, perdidos, o desconocían totalmente dónde fue que encallaron los restos del Dalia ton Ágape.

   En un lugar bastante distanciado del propio Lago Averno, se podían escuchar los rugidos y los gritos de terror de algunos de los supervivientes a la catástrofe. Haciéndose notorio que los chicos mortales se estaban enfrentando a criaturas y miedos que se volvían cada vez más desatinados. Un escalofriante aullido comienza a resonar más allá de las paredes del foso donde se encontraba Andréas junto con sus compañeros Tyrone y Vanko. El trío se hallaba en la intentona de eludir las dificultades de aquel curioso sitio de muerte. Todos andaban colmados de nervios y por alguna razón comenzaban a actuar de manera desorientada:

- ¡Vanko, Tyrone! ¿Por dónde se fue ese bicho? – pregunta Andréas sumamente preocupado y asustado

- No lo sé. Le vi desaparecer justo allí, en la oscuridad – responde el joven Vanko casi sin poder señalar, entorpecido por el miedo.

- Estén al tanto de cualquier cosa que pueda aparecer – sugiere Andréas mientras se protege de su brazo, que al juzgar por su estado, se le había dañado en el ajetreo de esa madrugada.

- ¿Te duele, Andréas? – se preocupa Tyrone al notar la molestia de su amigo.

- No, no es nada. No es algo que no se pueda aguantar, la verdad – rehusando el delgado arquero, mientras es interrumpido por la ansiedad del niño.

- Oigan, chicos, tengo miedo. No quiero morir en este lugar. Mi lanza no está diseñada para atravesar fantasmas – amedrentado.

- ¡Calma, Vanko! No podemos dejar que el miedo tome el control de nosotros en esta oscuridad. Hay que estar claro para pensar bien las cosas – intentándole tranquilizar su compañero.

- ¿Y qué hacemos? – pregunta Tyrone.

- Vengan. Péguense a mí y estense alerta.

- ¡¿Qué era esa criatura, por dios?! – exclama el toro preocupado - ¡Mi hacha no se pudo hendir en su carne!

- Puede que sea un “demonio del foso” – indica Andréas - ¿Pudiste golpearle?

- ¡Sí, pero no pude hacerle nada!

- ¡¿Ustedes no vieron?! ¿Cuántas cabezas tenía esa cosa? – volviéndose más abrumador el pavor del muchacho.

- ¡Calma, Vanko, por favor! –se molesta Andréas a la vez que le toma por los hombros para sacudir a su compañero - ¡Tranquilo! Aquí no te puedes desmayar – le recuerda - Si lo haces, allí mismo será el fin de todo lo que conoces.

- ¡Por Egan! ¿Cómo fue que llegamos a este lugar? – se pregunta el toro mirando alarmado hacia todos los rincones del lúgubre sitio.

- No tengo la menor idea, pero lo más seguro es que no estamos muertos, Tyrone – explica Andréas.

- ¿Cómo lo sabes? – interesándose en el asunto.

- Los guardianes del foso no atacan a nadie sin razón ninguna. Están diseñados para atacar a los mortales, y prohibir su entrada al mundo de los muertos. Ellos son muy delicados con las almas de Thanato. No tienen razón ninguna para atacar a las sombras del Érebo – pero su explicación es interrumpida por el crujir de huesos quebrándose desde la oscuridad, lo cual resultó a una pertinente orden de silencio que sería inmediatamente consumada por el trío de sobrecogidos dalianos.

- ¡Ay! ¿Qué fue? – un grito poco varonil se le sale al pequeño Vanko.

- ¡Ssh! – insistiendo Andréas en que haga silencio su compañero - ¡Calla!

   Por un momento el silencio se había vuelto a posar en el lugar de las sombras, extendiendo sus dominios paralelamente al umbral del miedo de los tripulantes dalianos. Pero era necesario callar, pues una de las criaturas del inframundo se mantenía al acecho hostigándoles constantemente. El corazón del pequeño Vanko estaba que no cabía dentro de su pecho. Palpitaba a tanta velocidad que hasta se volvía de cierta manera escuchable. El muchacho se asemejaba a un pajarito el cual parecía que en cualquier momento podría morir infartado. Tyrone no era inmune ni mucho menos a los terrores de la oscuridad, y estaba tan nervioso como el joven Vanko.  En su intranquilidad agarró fuertemente su hacha sin quitar los ojos de la espesa negrura velando por cualquier cambio que pudiese sobrevenir. Por su parte Andréas, el termasiano, preparaba su arco con una flecha que apuntaría en sentido contrario a donde lo hacía su compañero hombre toro:




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