Muchas veces me sentía solo. Me faltaba esa compañía especial en mi vida. Hacía muchas cosas: estudiaba, trabajaba, trataba de crecer como persona, pero todos los días sentía que me faltaba alguien con quien compartir esos momentos tan preciados.
Me llamo Facundo Elorriaga. Soy argentino, y me siento orgulloso de serlo. Tengo 23 años, mido un metro sesenta y ocho, tengo el pelo negro (apenas empezando a ralearse en las entradas), piel clara y ojos marrones que a menudo reflejan una sombra de melancolía. Mi contextura es normal, pero lo que realmente me distingue es mi forma de pensar.
Siempre me dijeron que soy "chapado a la antigua", y tienen razón. Amo el romanticismo, las películas de amor, las baladas de los años 80 y esos lentos que parecen hablarle directamente al corazón. Sueño con una mujer que encarne la verdadera feminidad, pero, por sobre todo, deseo que ame a Dios incondicionalmente, incluso más de lo que podría amarme a mí.
Mi ciudad, La Plata, está llena de vida y oportunidades, pero a veces sus calles parecen vacías cuando camino perdido en mis pensamientos. Mi vida sentimental ha sido una seguidilla de desilusiones. Cada vez que conocía a una chica que parecía prometedora, me ilusionaba, solo para descubrir poco después que no era la indicada. Sin embargo, mi corazón me decía que ninguna de ellas podía serlo. Sabía que Dios tenía algo especial reservado para mí, y esa certeza me daba fuerzas.
Había días en los que la soledad se volvía insoportable. Volvía a casa, me tiraba en la cama, cerraba los ojos y trataba de olvidar el peso de las desilusiones. Fue en esos momentos cuando empecé a percibir algo extraordinario: una voz dulce y reconfortante que parecía venir desde lo más profundo de mí.
—¿Qué te sucede? —me preguntaba con una ternura infinita.
Era una voz femenina, como la de una mujer joven, que sonaba en mi interior como si fuese una caricia por dentro de mi alma. En esos momentos, le hablaba en voz baja, confesándole mis pensamientos más íntimos, y ella me escuchaba. No era solo imaginación: me daba consejos, me alentaba.
—Esperá en Dios, pronto nos encontraremos. No pierdas la fe —me decía a menudo.
Esa voz me hacía sentir menos solo. Cuando me desanimaban las desilusiones de conocer a la mujer incorrecta, me recordaba:
—Esa no era yo. Mejor así. Confiá en Dios.
Incluso en los momentos más oscuros, nunca perdí la fe. Cuando la tristeza me desbordaba, me arrodillaba frente al crucifijo de mi habitación y rezaba un Padre Nuestro y un Ave María. Le pedía a la Virgen María que me abrazara, y ese gesto simple me llenaba de una profunda serenidad.
Una noche, tuve un sueño que parecía más real que la vida misma. Estaba acostado en la cama, y sentí el beso del alma de una mujer. No podía verla, pero el calor de ese beso era puro y profundo. De fondo, sonaba “Por amarte así” de Cristian Castro. Me desperté con el corazón lleno de alegría, como si realmente hubiera encontrado a esa mujer en otra dimensión.
La pregunta sobre mi vocación era una constante en mi vida. Quería saber si Dios me llamaba al matrimonio o al sacerdocio. Una vez fui a la Iglesia de Santa María Rosa Mística. Me arrodillé en uno de los primeros bancos y recé con fervor. Le pedí a la Virgen María que intercediera por mí y me ayudara a entender el plan de Dios.
La respuesta llegó esa misma noche. Soñé con una joven de la que me enamoraba perdidamente. No recordaba los detalles de su rostro, pero la sensación de amor y paz que me transmitía era indescriptible. Me desperté convencido de que esa mujer existía y de que algún día la encontraría.
Cada Navidad, tenía la costumbre de hacer una oración especial. Ese año no fue la excepción. Recé oraciones a San Valentín, San Antonio de Padua, San José y la Virgen de la Esperanza, pidiendo con todo mi corazón encontrar a la mujer que Dios tenía destinada para mí. Encendí algunas velas y, mientras rezaba, una lágrima cayó sobre la cera derretida, formando un corazón perfecto. Tal vez era una señal, un recordatorio de que no estaba solo.
Con el inicio del nuevo año, decidí dedicarme a un proyecto de voluntariado. Creé una iniciativa llamada Virgen de la Esperanza, visitando hogares de ancianos, hospitales y orfanatos. Aunque al principio nadie parecía interesado, seguí adelante con alegría. Hacer el bien llenaba mi alma y me recordaba que siempre hay esperanza, incluso en los días más grises.
Sin embargo, en lo más profundo de mi corazón, sentía que algo grande estaba por suceder. Tal vez era solo una ilusión, o tal vez era realmente el preludio de un encuentro destinado a cambiar mi vida para siempre.