La dama de blanco

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RELATO DE WALTER HARTRIGHT 
DE CLEMENT'S INN, LONDRES 

 

Era el último día de Julio. El largo y caliente verano llegaba a su término, y 
nosotros, los fatigados peregrinos de las empedradas calles de Londres, 
pensábamos en los campos de cereales sombreados por las nubes o en las 
brisas de otoño a orillas del mar. 
En lo que a mí se refiere, el agonizante verano me estaba quitando la salud, 
el buen humor y, si he de decir la verdad, también dinero. Durante el último 
año no administré mis ingresos tan cuidadosamente como otras veces, y esa 
imprevisión me obligaba ahora a pasar el otoño de la manera más económica 
entre la casa de campo que poseía mi madre en Hampstead y mi apartamento 
en la ciudad. 
Aquella tarde, recuerdo, estaba el ambiente cargado y melancólico; la 
atmósfera londinense resultaba más asfixiante que nunca, y apenas se oía el 
lejano murmullo del tráfico callejero; el pequeño latido de la vida en mi 
interior y el gran corazón de la ciudad que me rodeaba parecían decaer al 
unísono, lánguidamente, con el sol en su declinar. Levanté la cabeza del libro 
que intentaba leer y que más bien me hacía soñar y dejé mis habitaciones, 
saliendo al encuentro del fresco aire de la noche, paseando por los alrededores. 
Era una de las dos tardes semanales que solía pasar con mi madre y mi 
hermana, así que dirigí mis pasos hacia el Norte, camino de Hampstead. 
Los acontecimientos que he de referir me obligan a explicar ahora que mi 
padre había muerto hacía ya algunos años y que mi hermana Sarah y yo 
éramos los únicos supervivientes de una familia de cinco hijos. Mi padre 
también había sido profesor de dibujo. Sus esfuerzos le habían proporcionado 
éxitos en su profesión y su ansiedad, que movía su amor por nosotros, para 
asegurar el porvenir de los que dependíamos de su trabajo, le llevaron, desde 
su matrimonio, a dedicar al pago de un seguro de vida una parte de sus 
ingresos más sustancial de lo que la mayor parte de los hombres destinarían a 
este propósito. Gracias a su admirable prudencia y abnegación, después de su 
muerte mi madre y mi hermana pudieron mantener la misma situación holgada 
con la misma independencia que tuvieron mientras él vivió. Yo heredé sus 
relaciones, y tenía sobrados motivos para sentirme lleno de gratitud ante la 
perspectiva que me aguardaba en mi inicio en la vida. 
Cuando llegué ante la verja de la casa de mi madre, el sereno crepúsculo 
centelleaba todavía en los bordes más altos de los brezos, y a mis pies veía 
Londres sumergido en un negro golfo, en la oscuridad de la noche sombría. 
Apenas toqué la campanilla me abrió ya bruscamente la puerta mi ilustre 
amigo italiano el profesor Pesca, que acudió en lugar de la sirvienta y se 
adelantó alegremente para recibirme. 
Tanto por su personalidad como, debo añadir, por mi propia conveniencia, 
el profesor merece el honor de una presentación formal. Las circunstancias han hecho que tenga que ser éste el punto de partida de la extraña historia de 
familia que tengo el propósito de revelar en estas páginas. 
Conocía a mi amigo italiano por haberle encontrado en algunas casas 
aristocráticas, en las que él enseñaba su idioma y yo el dibujo. Todo cuanto yo 
sabía entonces de su pasado era que había ocupado un cargo importante en la 
Universidad de Padua; que había tenido que abandonar Italia por cuestiones 
políticas (la naturaleza de las cuales jamás dejó entrever a nadie), y que hacía 
muchos años que estaba establecido en Londres como profesor de idiomas. 
Sin ser lo que se dice un enano —pues estaba perfectamente proporcionado 
de pies a cabeza— Pesca era, en mi opinión, el hombre más pequeño que 
había visto, aparte de los que se exhiben en barracas. Si su físico resultaba 
llamativo, se distinguía aún más de sus congéneres por la inofensiva 
excentricidad de su carácter. Lo que parecía obsesionarle era la idea de 
mostrar su agradecimiento a la nación que le había ofrecido asilo y medios 
para ganarse la vida, por lo que hacía cuanto le era posible por convertirse en 
un perfecto inglés. No se contentaba con expresar su entusiasmo por las 
costumbres del país cargando siempre con paraguas, sombrero blanco y unas 
inevitables polainas sino que aspiraba a ser un inglés tanto en sus gustos y 
costumbres como en su indumentaria. Encontrando que nuestro pueblo se 
distinguía por su afición a los deportes, el hombrecillo, ingenuamente, era un 
apasionado de todos nuestros entretenimientos y juegos y se unía a ellos 
siempre que encontraba ocasión, con el firme convencimiento de que podía 
adoptar nuestras diversiones nacionales mediante un esfuerzo de voluntad, tal 
como había adoptado las polainas y el sombrero blanco. 
Le había visto arriesgar ciegamente sus piernas en una caza de zorros y en 
un campo de cricket, y poco después, pude ver el peligro que corrió su vida en 
la playa de Brighton. 
Nos encontramos allí casualmente y nos bañamos juntos. Si nos 
hubiéramos dedicado a alguna práctica específica de mi nación, me hubiera 
visto obligado a preocuparme, por supuesto, del profesor Pesca; pero como los 
extranjeros, por lo general, pueden cuidarse de sí mismos en el agua tan bien 
como nosotros, no se me ocurrió que se podía incluir el arte natatorio en la 
lista de pruebas de valor que él se creía capaz de superar improvisadamente. 
Inmediatamente después de haber dejado ambos la orilla, me detuve, 
descubriendo que mi amigo no había llegado hasta mí y me volví para 
buscarle. Con pasmo y horror advertí entre la orilla y yo la presencia de dos 
bracitos blancos que durante unos instantes bregaron por encima de las aguas 
hasta desaparecer de la vista. Cuando me sumergí en su busca, el pobrecillo 
estaba tendido en el fondo embutido en la oquedad de una roca, y mucho más 
diminuto de lo que me había parecido hasta entonces. Durante los pocos 
minutos que transcurrieron mientras le saqué, el aire libre lo revivió, y pudo



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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