La dama de blanco

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subir los escalones de la máquina con mi ayuda. Con la parcial recuperación 
de su vitalidad, recobró también su maravilloso delirio de grandeza al respecto 
de la natación tan pronto como sus dientes dejaron de castañetear y pudo 
pronunciar alguna palabra; me dijo sonriendo y como sin darle ninguna 
importancia que «había sufrido un calambre». 
Cuando se reunió de nuevo conmigo en la playa repuesto ya por completo, 
dejó por un momento su artificiosa reserva británica y brotó su cálida 
naturaleza meridional, apabullándome con sus impetuosas muestras de afecto 
—exclamaba apasionadamente con la clásica exageración italiana, que en lo 
sucesivo su vida estaría a mi disposición— y afirmando que jamás volvería a 
ser feliz hasta encontrar la oportunidad de probar su gratitud rindiéndome un 
servicio tal que yo debiese recordar hasta el fin de mis días. 
Hice cuanto pude para detener aquel torrente de lágrimas y 
manifestaciones de afecto, insistiendo en tratar aquel episodio 
humorísticamente; al final, como imaginaba, el sentimiento de obligación que 
sentía Pesca hacia mí fue atenuándose. ¡Poco pensaba yo entonces, —como 
tampoco lo pensé cuando acabaron nuestras alegres vacaciones— que la 
oportunidad de brindarme un servicio que tan ardientemente ansiaba mi 
agradecido amigo iba a llegar muy pronto, que él la aceptaría al momento y 
que con ello alteraría el curso de mi vida, cambiándome de tal modo que casi 
no era capaz de reconocerme a mí mismo tal como había sido en el pasado! 
Y así sucedió; si yo no hubiese arrancado al profesor de su lecho de rocas 
en el fondo del mar, en ningún caso hubiera tenido relación con la historia que 
se relatará en estas páginas, ni jamás, probablemente, hubiera oído pronunciar 
el nombre de la mujer que ha vivido constantemente en mi imaginación, que 
se ha adueñado de toda mi persona y que con su influencia dirige hoy mi vida. 

La cara y la actitud de Pesca, la noche en que nos encontramos ante la 
verja de mi madre, fueron más que suficientes para hacerme saber que algo 
extraordinario había sucedido. Sin embargo fue completamente inútil pedirle 
una pronta explicación. Lo único que saqué en limpio, mientras me conducía 
hacia el interior con ambas manos, era que, conociendo mis costumbres, había 
venido aquella noche a casa seguro de encontrarme y que tenía que 
comunicarme noticias de muy agradable naturaleza. 
Nos dirigimos al salón de una manera bastante poco correcta y precipitada. 
Mi madre estaba sentada junto a la ventana abierta, riendo y abanicándose. 
Pesca era uno de sus favoritos, y cualquiera de sus excentricidades hallaba 
siempre disculpa ante sus ojos ¡Pobre alma sencilla! Desde el momento en que 
se dio cuenta de que el diminuto profesor estaba lleno de gratitud y 
profesionalmente unido a su hijo, le abrió su corazón sin reservas y pasó por alto todas sus desconcertantes rarezas de extranjero, sin intentar siquiera 
comprenderlas. 
Mi hermana Sarah, a pesar de gozar de la ventaja de su juventud, era 
curiosamente mucho menos flexible. Reconocía las excelentes cualidades de 
Pesca, pero no las aceptaba ciegamente, como hacía mi madre, sólo por ser 
amigo mío. La veneración que Pesca profesaba hacia todo lo que fueran 
apariencias, estaba en permanente contradicción con la corrección británica de 
ella, y no podía por menos de sentir un desagradable asombro cada vez que el 
excéntrico y pequeño extranjero se permitía ciertas familiaridades con mi 
madre. He observado, no sólo en el caso de mi hermana, sino en otros muchos, 
que nuestra generación es menos impulsiva y cordial que la de nuestros 
mayores. Constantemente veo personas mayores excitadas y emocionadas ante 
la expectativa de deleite que les espera, el cual no logra perturbar la serena 
tranquilidad de sus nietos. Yo me pregunto: ¿es que los jóvenes de ahora 
somos muchachos y muchachas tan auténticos como lo eran nuestros abuelos 
en su tiempo? ¿Habrán avanzado demasiado las ventajas de la educación? 
¿Somos en esta época nueva una mera escoria humana que ha recibido una 
educación demasiado buena? 
Sin intentar aclarar estas importantes cuestiones puedo sin embargo decir 
que cuando veía a mi madre y a mi hermana en compañía de Pesca jamás 
dejaba de notar que la primera resultaba la más juvenil de las dos. En aquella 
ocasión, por ejemplo, mientras la dama de mayor edad estaba riendo 
abiertamente de la manera atropellada con que entramos en el salón, Sarah 
recogía con visible desazón los pedazos de una taza de té que el profesor había 
roto al precipitarse a mi encuentro. 
—No sé lo que hubiera sucedido si llegas a retrasarte, Walter —dijo mi 
madre—. Pesca está medio loco de impaciencia y yo medio loca de curiosidad. 
El profesor trae alguna noticia maravillosa que te concierne y se ha negado 
cruelmente a darnos la más mínima pista hasta que su amigo Walter 
apareciese. 
—¡Qué lata! ¡Ya se ha descalabrado la partida! — murmuró Sarah entre 
dientes, absorbida en la recogida de los restos de la taza rota. 
Mientras eran pronunciadas esas palabras, el bueno de Pesca, sin 
preocuparse lo más mínimo del irreparable destrozo que había causado, 
empujaba tan contento una de las butacas hacia el otro extremo de la sala, 
situándonos a los tres tal como haría un orador desde su tribuna. Volvió la 
butaca de espalda a nosotros, se colocó en ella de rodillas y con gran 
excitación empezó a dirigir la palabra a su pequeña congregación de tres, 
desde su improvisado púlpito. 
—Y ahora, queridos míos —empezó Pesca (que siempre decía «queridos»,



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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